por Victor Codina · en Iglesia
Unas de las
consecuencias de la pandemia ha sido el cierre de todos los lugares de culto,
de todas las iglesias y templos. También las bendiciones Urbi et Orbi de
Francisco fueron ante una Plaza y una basílica de San Pedro vacías. Muchos
auguraban una cuaresma y una Semana Santa muy pobre, sin celebraciones
litúrgicas, sin Via crucis, ni pasos de procesiones.
Y, sin embargo,
ha sido una Semana Santa sumamente profunda y rica, no solo por participar
mediáticamente de las ceremonias, sino por algo más hondo: vivir de cerca la
pasión del Señor en la pasión y el sufrimiento de los enfermos, lectura del
evangelio y oración en familia, experimentar la ayuda a gente mayor solitaria y
la colaboración a vecinos, aplausos a médicos, sanitarios, transportistas,
trabajadores de farmacias y supermercados, a voluntarios que reparten comidas,
etc. Los protagonistas de esta Semana Santa no han sido los curas, ni siquiera
sus trasmisiones mediáticas, sino las familias, laicos y laicas, los y las
jóvenes. Se ha promovido una Iglesia doméstica, en la que los laicos son
protagonistas, donde han sido siempre los papás, no el párroco, quienes han
enseñado a rezar a sus niños antes de ir a dormir. Donde hay dos o tres
reunidos en nombre del Señor, Él está en medio de ellos.
Quizás muchos
crean que este cierre de las iglesias ha sido solo un paréntesis pastoral y que
pronto se volverá a la situación de antes. Otros, como el sociólogo y teólogo
Tomás Halik, de Praga, afirman claramente que este es un tiempo favorable y de
gracia, un kairós, un signo de los tiempos, Dios nos quiere revelar algo.
¿Qué quiere
decirnos Dios? Cada uno puede dar una respuesta personal, pero a nivel eclesial
quizás podemos pensar que el Espíritu nos invita a pasar de una Iglesia
sacramentalista y clerical a una Iglesia evangelizadora.
Iglesia
sacramentalista sería la que se identifica tanto con los siete sacramentos que
tiene el riesgo de considerar al clero como el protagonista de la Iglesia y al
templo como su centro autorrefencial o propio, mientras margina a los laicos,
descuida la evangelización, el anuncio la Palabra, la iniciación a la fe, la
oración, la formación cristiana, sin formar una comunidad cristiana, ni un
laicado de ciudadanos responsables y solidarios con los pobres y marginados.
Muchos párrocos se angustian al ver que los sacramentos rápidamente disminuyen
y sus fieles envejecen.
Iglesia evangelizadora
es la que hace lo que hizo Jesús: anunciar la buena nueva del Reino de Dios,
predicar, curar enfermos, comer con pecadores, dar de comer a hambrientos,
liberar de toda opresión y esclavitud. Este era el programa de Jesús en la
sinagoga de Nazaret: dar vista a los ciegos, liberar a los cautivos,
evangelizar a los pobres, anunciar la gracia y la misericordia de Dios. En la
última cena Jesús instituyó la eucaristía, pero el evangelio de Juan situó en
la última cena el lavatorio de los pies y el mandamiento nuevo del amor
fraterno, completando la dimensión litúrgica con la más existencial y evitar
así que la eucaristía se convirtiese en un mero rito vacío.
No se trata de
olvidar los sacramentos, sino de valorarlos como “signos sensibles y eficaces de
la gracia”, pero siempre a la luz de la fe y de la Palabra, para que no se
conviertan en magia y pasividad. Por esto, toda celebración sacramental viene
precedida por la celebración de la Palabra; el Concilio Vaticano II afirma que
la misión primera de los obispos y presbíteros consiste en anunciar la Palabra
de Dios.
Ciertamente “la
eucaristía hace la Iglesia”, sin eucaristía no hay Iglesia plenamente
constituida, pero esta frase debe completarse con su contraparte: “la Iglesia
hace la eucaristía”, es toda la comunidad, presidida por sus pastores, la que
celebra la eucaristía, sin el tejido de una comunidad eclesial no habría
eucaristía.
El Cardenal Jorge
Bergoglio, en el cónclave de su elección como obispo de Roma, ofreció una
original interpretación del texto de Apocalipsis 3,20, en el que el Señor llama
a la puerta para que le abramos. Ordinariamente se entiende que el Señor quiere
que le abramos la puerta para entrar en nuestra casa, pero Bergoglio dijo que
lo que el Señor nos pide ahora es que le abramos la puerta y le dejemos salir a
la calle.
Por esto
Francisco habla de “una Iglesia en salida”, hacia las fronteras, hospital de
campaña, que huela a oveja, que encuentre a Cristo en las heridas del pueblo y
de la Iglesia, cuide nuestra casa común, callejee la fe, como María que fue a
toda prisa a visitar a su prima Isabel. No se trata de convertir a la Iglesia
en una ONG, pues la eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de Jesús,
es la cumbre de la vida cristiana, pero solo se va a esta cumbre por el camino
de fe y del seguimiento de Jesús.
A veces los
poetas son quienes entienden mejor los misterios de la fe. Las reflexiones del
poeta catalán Joan Maragall ante una iglesia quemada durante la Semana Trágica
de Barcelona, el año 1909, pueden ser actuales. Cuando Maragall, acudió el
domingo a una iglesia que había sido incendiada la semana anterior, escribió:
«Yo nunca había
oído una Misa como aquella. La bóveda de la iglesia descalabrada, las paredes
ahumadas y desconchadas, los altares destruidos, ausentes, sobre todo aquel
gran vacío negro donde estuvo el altar mayor, el suelo invisible bajo el polvo
de los escombros, ningún banco para sentarse, y todo el mundo de pie o
arrodillado ante una mesa de madera con un crucifijo encima, y un torrente de
sol entrando por el boquete de la bóveda, con una multitud de moscas bailando a
la luz cruda que iluminaba toda la iglesia y hacía parecer que oíamos la Misa
en plena calle…».
A Maragall,
aquella misa, después de la violencia anticlerical de la Semana Trágica le
pareció nueva, un rincón de las catacumbas de los primeros cristianos. Pensaba
que la misa siempre debería ser así: una puerta abierta a los pobres, a los
oprimidos, a los desesperados, para quienes fue fundada la Iglesia, y no
cerrada ni enriquecida “amparada por los ricos y poderosos que vienen a
adormecer su corazón en la paz de las tinieblas”. No hay que reedificar la
iglesia quemada, ni ponerle puertas.
No puede
establecerse un paralelismo fácil entre la Semana Trágica y la actual pandemia,
pero es válida la intuición del poeta: no volvamos a edificar la iglesia de
antes.
Cuando acabe la
pandemia, no volvamos a restaurar la Iglesia sacramentalista del pasado,
salgamos a la calle a evangelizar, sin proselitismos, para anunciar con alegría
la buena noticia de Jesús a quienes no entran en el templo. Así tendrá sentido
pleno celebrar en la comunidad cristiana la fracción del pan y los demás
sacramentos.
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