Eduardo Valenzuela C.
La caridad moderna se ha resentido en la medida en que queda crecientemente fuera de la economía religiosa de la salvación.
* Las imágenes de este artículo pertenecen al libro de Ediciones UC "Humano, la obra de Mario Irarrázabal", que busca ofrecer una mirada particular de la obra y vida del escultor. Se publicó con motivo de la exposición homónima, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2009. Las fotografías fueron tomadas por Fernando Maldonado.
La reflexión sobre el significado de la riqueza y de la pobreza está en el corazón de la identidad cristiana. La imprecación de León XIII que inaugura la moderna doctrina social de la Iglesia plantea el problema de la riqueza y de la pobreza en los mismos términos en que apareció desde el comienzo:
Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo la exención del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino más bien la obstaculizan; de que deben imponer temor a los ricos las tremendas amenazas de Jesucristo, y de que pronto o tarde se habrá de dar cuenta severísima al divino juez del uso de las riquezas. [1]
El corazón de la doctrina social de la Iglesia es este: la riqueza es un obstáculo para la salvación, la que se consigue, en vez, en la condición y en la disposición con que viven los pobres. Respecto de este problema, el cristianismo se sitúa en la vena de la tradición profética del judaísmo antiguo que ensalzó la pobreza como fuente de piedad religiosa. Los pobres son aquellos que confían realmente en Dios y ponen en Dios toda su esperanza, de donde provienen sus valores propios como la humildad, la mansedumbre y el temor de Dios, tal como aparece característicamente en los salmos de lamentaciones: “Yo, empero, soy un pobre y desvalido, oh Dios, socórreme. Tú eres mi sola ayuda, tú mi libertador, ¡Señor, no tardes!” (Salmo 69,6). ¿En quién Otro podría poner su confianza aquel que no tiene nada en este mundo?
"Éxodo II", n°286 - 2002
La exaltación de los pobres era enteramente religiosa, sin ningún parentesco con la moderna glorificación moral del pobre de la tradición romántica del “buen salvaje” o del hombre natural. El pobre que tiene interés evangélico era piadoso, no necesariamente virtuoso.
Los profetas ponen de cabeza la doctrina tradicional que consideraba la riqueza una bendición de Dios, el signo inequívoco de que alguien gozaba de su favor y podía llamarse bienaventurado, mientras que el pobre y el enfermo se asociaban a una condición pecaminosa. Esta inversión de la teodicea de la riqueza se completa en el Sermón de las Bienaventuranzas de Jesús de Nazaret que ensalza definitivamente a cualquiera que lleve la marca de la fragilidad humana. El cristianismo agrega una tensión específica a esta nueva teodicea de la pobreza al situarla en un horizonte escatológico particularmente intenso que anuncia el cambio de suerte de los pobres para quienes estará reservada la salvación, algo que estaba presente desde el comienzo en el Magnificat tomado de la profecía de Isaías, 61:1-2 y en el sentido del Evangelio como proclamación de la buena nueva a los pobres (Lc 4:18), sobre todo en el evangelio de Lucas.
En Lucas aparece la bendición escatológica del pobre Lázaro que recibirá una recompensa que el rico ya ha recibido en este mundo (Lc 16,19-31), la recomendación para el anfitrión de invitar a su mesa a los pobres, antes que a los parientes y vecinos, trastocando el sentido habitual del patronazgo greco-romano (Lc 14-13-21), y la parábola del rico (Lc 12-16-21) que muere repentinamente sin disfrutar nada de lo atesorado en sus graneros. El evangelio de Lucas contiene también las famosas sentencias contra la riqueza como obstáculo infranqueable para la salvación (“es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios”), hasta el punto de que el único camino del rico es renunciar a toda su riqueza, repartirla entre los pobres y seguir el camino de Cristo (Lc 18,18-27).
El evangelio de Lucas modeló las primeras actitudes de la fraternidad cristiana caracterizada por el desprendimiento de los bienes, la simplicidad y la continencia en el modo de conducir la vida. Muchos autores (Brown [2], Rhee [3]) coinciden en que las actitudes cristianas hacia la riqueza y la pobreza tienden a estabilizarse en torno a la caridad alrededor de los siglos II y III al calor del retraso escatológico y los problemas que planteó la realidad del pecado post-bautismal que obligaron a moderar las exigencias de celibato y de la pobreza voluntaria, muy temprano en el caso del celibato a través de la recomendación paulina de casarse antes que arder, y algo más tarde en el caso de la pobreza.
La maldición de la riqueza se atenúa a través de la redención por la caridad: los ricos no tienen necesidad de renunciar a todos sus bienes, pero deben dar con largueza a los pobres y necesitados para obtener la redención. La exigencia de dar a los pobres es completamente nueva y difiere tanto del patronazgo clásico (del jefe de familia que atiende a las necesidades de los suyos para establecer su preeminencia) como de la generosidad cívica del magnate romano cuyo destinatario era la ciudad –generalmente baños públicos y anfiteatros, quizás obras de infraestructura de utilidad pública– que reforzaban el renombre del donante (en el sentido de la filantropía moderna). La caridad cristiana, por el contrario, era una donación anónima dirigida a los más pobres de la comunidad religiosa y en la era posconstantiniana de la sociedad entera, expresamente destinada a la salvación del alma.
La caridad se sustentaba en la posibilidad de redimirse a través del pobre que estaba de suyo salvado como el pobre Lázaro, y descansó por mucho tiempo en una economía religiosa que dotaba de gracia escatológica al pobre. La capacidad de obtener salvación a través de la gracia que otorgan otros –en este caso los pobres– funda a su vez el sentido original de ecclessia como comunidad de salvos y dispone de la redención como un asunto que no se asegura solo individualmente. Los ricos daban a los pobres, quienes a su vez oraban eficazmente por una salvación que su propia riqueza no puede otorgar. Solo más tarde esta gracia escatológica que provenía originalmente del pobre se desvanecerá en beneficio de los santos, que concentraron el poder de la gracia y fueron despojando al pobre de esta capacidad salvífica, sobre todo teniendo en cuenta la realidad del pecado post-bautismal que también afectaba a los pobres. El infierno -advertía Agustín– no está reservado para una sola clase. Estos dos movimientos concomitantes entonces –la atenuación de la condena de la riqueza en beneficio de la redención por la caridad, y la pérdida de gracia salvífica que emanaba de los pobres que queda depositada en el culto a los santos– transformaron la actitud cristiana hacia la riqueza y la pobreza en un sentido que conservará, sin embargo, su inspiración original, a saber, que la pobreza es el camino llano hacia la redención, y la riqueza, por el contrario, un obstáculo para la salvación.
La redención por la caridad se inserta en la controversia antipelagiana y en los límites de la ascesis cristiana. Peter Brown menciona la renunciación del matrimonio de Melania la Joven y Valerio Piniano, nobles romanos que adoptan una vida ascética (doblemente marcada por la continencia sexual y el desprendimiento total de sus bienes), después del saqueo de Roma por Alarico, en estrecha conexión con los predicadores radicales del pelagianismo. El pelagianismo defendió la renuncia total de los bienes en un período en que la Iglesia se orientaba definitivamente hacia la redención por la caridad. Contra el pelagianismo, Agustín defiende la condición del bautizado no como impío (un término reservado para los no bautizados), sino como pecattore, necesitado de redención. El pecado post-bautismal puede expresarse de manera suave pero persistente.
Who indulge in their sexual appetites, although within the decorous bonds of matrimony, though not only for the sake of children, but even because they enjoy it. Who put up with insults with less than complete patience… Who may even burn at times to take revenge. Who hold on to what they possess. Who give alms, but not very generously. Who do not grab other people’s property, but who defend their own… But who, through all this, see themselves as small and God as glorious. [4]
El pecado post-bautismal oscila entre el apetito sexual y la avaricia, el apego a los bienes propios y la falta de generosidad, sin contar con el control de la ira, el gran vicio privado de la antigüedad clásica. Agustín prefigura la posibilidad del purgatorio –ignis purgatorius– para esta clase de pecadores de menor cuantía, aunque lo inquieta introducir el tiempo en la eternidad de la vida celeste (y peor aún, la posibilidad de que las almas conserven contacto con la vida mundana, incluso a través de la oración penitencial que se introducirá después). También existe la posibilidad de la clementia que se asignaba en el mundo clásico a los atributos del emperador, y que se traspasan hacia ciertas evocaciones de Cristo en el Apocalipsis de Juan y en la Visión de san Pablo. Pero antes que el purgatorio y la misericordia divina, el único remedio para el pecado era la caridad cristiana, el principal recurso a través del cual se podía conseguir la salvación.
"Sombra", n°278 - 2001
La condena de la riqueza continuó siendo un motivo principal de la predicación de los obispos durante todo el cristianismo antiguo. El control eclesiástico de la caridad avanzaba en la misma medida en que se institucionalizaba la autoridad episcopal. El obispo recibe todos los recursos y los distribuye discrecionalmente, sin rendirle cuentas a nadie. El patronazgo romano se reproduce en el episcopado, sobre todo porque se trata de dar a los pobres de la propia comunidad (lo que motivaba algo de populismo episcopal, como en san Ambrosio de Milán, al revés de san Agustín, que nunca fustigó demasiado a los ricos y no se hacía ninguna ilusión respecto de los pobres). El deber episcopal de dar a los pobres y necesitados (viudas y huérfanos), que definió por mucho tiempo las donaciones eclesiásticas como patrimonia pauperum, se mantuvo inalterable y se contaba entre las obligaciones propias del cargo. También el obispo se reconocía por el modo de vida sencillo y austero, y la dedicación a su labor.
Con todo, los bienes comenzaron a fluir hacia la Iglesia (sobre todo a través de donaciones in articulo mortis, que constituían la expresión más cabal de la redención por la caridad) y la caridad empezó a adquirir un carácter corporativo a través de la formación de un cuerpo presbiteral remunerado (contra la obligación profética de no cobrar por los servicios que prevaleció en la comunidad primitiva) que se apropiaba crecientemente de los recursos obtenidos.
Apareció entonces el problema de la riqueza de la Iglesia, que pondrá en juego el principio de redención por la caridad. Por mucho tiempo pudo hacerse la diferencia entre propiedad y administración –en el sentido moderno, en que los recursos pueden ser administrados impersonalmente– y se insistió en que la riqueza eclesiástica no funda dominio (porque el obispo no es el dueño de los recursos que recibe, y sobre todo porque la regla del celibato le impedía apropiarse y heredar tales bienes a los suyos), pero la riqueza eclesiástica no tardó en atraer hacia la Iglesia a personas sin vocación religiosa y en constituir señoríos episcopales que incluyeron faltas evidentes a la regla celibataria y apropiación privada del patrimonio de los pobres, sin contar con el refinamiento en los métodos de recaudación, como la venta de indulgencias.
La respuesta convencional a la corrupción eclesiástica será el retorno al principio de la pobreza voluntaria que alcanzará su cumbre en el franciscanismo. San Francisco repite el gesto de Melania y Valerio de casi diez siglos antes, continencia perfecta y renuncia total de los bienes. La salvación de los ricos se encuentra menos en la generosidad y más en la simplicidad de la vida, en la altísima pobreza (“¡Señora santa pobreza, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad!”) y en el vivere sine propio, vivir sin nada propio de san Francisco [5] que se identifica con una forma de vida basada en la capacidad de disfrutar de Dios en una vida despojada y sencilla.
Agamben [6] indica que la pobreza franciscana pierde el sentido penitencial y soteriológico que tuvo en el monacato y que constituye una forma de vivir la fe que inaugura propiamente la devotio moderna: la fe no es una regla que se cumple, sino una forma de vida. La pobreza continuará siendo el crisol de los valores evangélicos de humildad y mansedumbre y el fundamento de cualquier fe auténtica, mientras que la riqueza será como siempre el obstáculo principal para quienes desean encontrar a Dios. Pero debe tratarse de una pobreza voluntariamente asumida por amor a Cristo, de manera que el símbolo de la fidelidad religiosa no es el paupere como tal, sino el monje mendicante.
La inflexión que produce Lutero tiene otro carácter. Es un ataque frontal a la redención por la caridad a través del principio de la sola fides (solamente la fe puede salvar, ninguna obra, por buena que sea), de modo que la caridad pierde su fundamento religioso y se convierte en filantropía o solidaridad. Ni la generosidad ni la renuncia de los bienes producen un estado de gracia, puesto que Dios no se fija en las buenas obras.
El protestantismo exacerba la angustia soteriológica que siempre fue atenuada por la caridad y los sacramentos y mantiene en vilo al creyente en el temor de Dios que el catolicismo (a diferencia de todo lo que se cree) ha sabido calmar mucho mejor. Aunque rechaza la pobreza voluntaria, el protestantismo no bendice cualquier riqueza. No es un retorno al esquema tradicional que deposita la bienaventuranza y el favor de Dios en el éxito profesional y económico, aunque las teologías de la prosperidad han germinado específicamente en suelo protestante, por ejemplo en el pentecostalismo latinoamericano, que asocia complacientemente la religión con movilidad social de los más pobres y considera ciertas formas de prosperidad económica el signo de un estado de gracia. La riqueza que tiene valor religioso es aquella que proviene de una forma de vida que contiene el trabajo arduo y sistemático en el marco de una existencia sobria (en el sentido literal también, sin alcohol) y austera. Esta combinación produce casi siempre éxito económico, de manera que una cierta teodicea de la prosperidad está contenida en todas las variantes ascéticas del protestantismo. El protestantismo moderno atenuó como ninguna otra variante del cristianismo la condena de la riqueza que, por el contrario, continuó su marcha en el catolicismo, que ha oscilado entre la caridad y la pobreza voluntaria como la marca de una vida evangélicamente conducida. Pero también el protestantismo ha sabido refrenar el apetito de riqueza y el afán de lucro (que nunca ha tenido valor religioso por sí mismo) y organizar la vida de los ricos en torno a los valores de la austeridad, la continencia y la sencillez, de manera probablemente más eficaz que la caritas católica, que exige desprenderse de los bienes, pero se fija poco en el modo como se adquieren tales bienes, a diferencia de la ética protestante que considera solamente el modo como se consigue la riqueza, pero no hace ninguna exigencia religiosa para compartirla.
"Crucifixión", n°21 - 1968
La caridad hoy
La reflexión cristiana sobre la pobreza y riqueza se produjo generalmente en un contexto en que la riqueza fue despojada de valor religioso, mientras que la pobreza lo obtuvo de manera eminente. Algunos autores recuerdan la distinción muy antigua entre el pobre que trabaja con sus manos (el artesano, como José de Nazaret) y el indigente que carece de todo (generalmente viudas, huérfanos, enfermos crónicos e incapacitados de todo tipo), sobre quien pesaba la maldición de Dios.
El desplazamiento de la predilección de Dios hacia este último, aquel que está en una situación de dependencia absoluta respecto de Dios, será el que conduce a la ética cristiana de la caridad. La exaltación religiosa del valor del trabajo es completamente burguesa y protestante y el catolicismo ha solido ignorarla.
"Conferencia cumbre", n°59 - 1976.
Antiguamente, la riqueza provenía de la herencia o la suerte, rara vez del trabajo como en la economía moderna. Por esta razón, la crítica fundamental fue la avaricia más que la pereza, y la identidad cristiana se estabilizó en torno a los valores de la simplicidad (contra el lujo y los excesos del consumo) y la generosidad (dar al necesitado, no necesariamente pagar un salario justo). La simplicidad se conseguía con la continencia, por ejemplo el ayuno, que hoy ha desaparecido, que indicaba la capacidad de refrenar la disposición hacia el consumo no mediante el trabajo arduo, sino por medio de la abstinencia.
La Iglesia Católica rara vez ha relevado los valores del trabajo y el emprendimiento, pero ha defendido la mesura y sobriedad en el uso de los bienes, y sobre todo ha exaltado los deberes de la generosidad. La pobreza voluntaria y la renuncia total de los bienes no llegaron a extremos, incluso en la vida monástica, pero se ha mantenido como la fuente viva de la fidelidad evangélica en todos los tiempos.
La caridad moderna se ha resentido en la medida en que queda crecientemente fuera de la economía religiosa de la salvación. La urgencia de dar al necesitado como motivo de redención ha ido desapareciendo poco a poco en manos de la exacerbación de la clemencia divina y la disminución de las preocupaciones soteriológicas que caracterizan la conciencia religiosa moderna. ¿Quién está realmente preocupado de acumular tesoros en el cielo, donde no existe la polilla? Tampoco la riqueza es vista ya como un obstáculo, sino más bien como un motivo de salvación, algo que estuvo presente en el propio dinamismo de la caridad desde antiguo. Después de todo, la riqueza sirve para aliviar la vida de los pobres y contribuye con la Iglesia en su misión de ayuda y protección de los necesitados. La caridad se predicó muchas veces respecto de lo sobrante, aquello que sobrepasa las necesidades propias, en un mundo donde las necesidades consistían rigurosamente en lo que era imprescindible para subsistir y no morirse de hambre, aunque en ocasiones también incluía el decoro como una forma de vida digna que requiere algo más que lo estrictamente necesario.
Lo sobrante, sin embargo, siempre ha significado muy poco, más aún en el mundo actual, que ha elevado las necesidades muy por encima de la subsistencia y el decoro. La paradoja de la prosperidad es que la riqueza conseguida no incrementa el sobrante, sino que aumenta las necesidades. La famosa exhortación del padre Hurtado de dar hasta que duela, es decir, la noción de que la caridad comienza cuando se da lo necesario (tal como se indica en el relato evangélico de la donación de la viuda pobre) se encuentra en la línea de la caridad radical como renuncia de los bienes. El talante del padre Hurtado, que incluía una vehemente exhortación a los ricos muy cercana a la maldición de la riqueza y que comprendía también el contacto vivo con los pobres, que eludía las trampas de la organización clerical de la caridad, recuerda a los obispos y predicadores antiguos de la caridad de los primeros siglos, como san Juan Crisóstomo. Esa capacidad de incomodar a los ricos y de colocar a los pobres en un pedestal ha sido la verdadera tradición de la caritas cristiana, que cada cierto tiempo se rutiniza y oscurece, sobre todo cuando la caridad se entiende moderadamente como dar solamente lo que sobra.
Otra forma de soslayar la caridad ha sido anteponer las exigencias de continencia y de renunciación sexual por encima del deber de generosidad. El pecado no proviene de la riqueza, sino de la carne. En el catálogo de los pecados post-bautismales de san Agustín aparecen a la par la avaricia y la concupiscencia, pero en muchas oportunidades a la Iglesia y los creyentes les interesa más estabilizar el matrimonio y ordenar el deseo sexual con ayuda de la religión, antes que moderar las desigualdades sociales y corregir las injusticias que se cometen, sobre todo en una tradición en que los sacerdotes no han sido jueces, sino confesores. La desviación de la caridad hacia el bien de la familia (en el sentido del dicho que indica que “la caridad comienza por casa”) ha sido uno de los principales pretextos para eludir las responsabilidades específicamente religiosas que se tienen con los pobres y los extraños. En demasiados casos los deberes hacia la propia familia han sido la mejor manera de ocultar la avaricia. El sobreénfasis en el valor religioso de la familia es característico además de los ricos, que son los primeros interesados en la conservación del linaje y en la transmisión de la riqueza a través de una familia bien organizada.
La institucionalización eclesiástica de la caridad ha ofrecido asimismo varios otros problemas. Alguna vez –cuenta Brown– la ofrenda que se presentaba en el templo era pública y abierta, la gente traía lo suyo y lo presentaba directamente ante el altar en un momento considerado crucial –y quizás el más importante de la celebración–, y en ocasiones se rivalizaba en generosidad (tal como sucedía en el templo antiguo que permitió a Jesús ver exactamente la cantidad de monedas que entregaba la viuda pobre). La institucionalización del culto eucarístico reservó la ofrenda para el sacerdote que en algún momento tomó la posición principal y en adelante es quien ofrece simbólicamente el pan y el vino en el altar, mientras la ofrenda material se recolecta con rapidez y discreción. El acto cristiano de la generosidad ha quedado disminuido dentro del culto eucarístico. La garantía que ofrecía el obispo de que se respetaba la porción de los pobres se ha desvanecido y lo que queda de la ofrenda de los fieles es la mantención del templo y la remune-ración del sacerdote. Fuera del culto eucarístico, la caridad se concentró en la inmensa y formidable obra asistencial de la Iglesia que ha sido crecientemente desafiada por el desarrollo del estado social, no solo por el volumen de recursos estatales que se destinan a los pobres, sino por la tendencia a desplazar la caridad por el imperativo de justicia social. La caridad difiere de la justicia, en el sentido de que no establece una responsabilidad social respecto de la pobreza; se alivia el sufrimiento del pobre sin preguntarse por las causas de esa pobreza, y menos aún por la responsabilidad que les cabe a los ricos en la suerte de los pobres.
Por lo general, los cristianos no fueron reformadores sociales ni tuvieron ningún afán por dar vuelta la tortilla. La caridad puede anteponer un velo de ignorancia respecto de la justicia, tal como creía el padre Hurtado cuando decía que la caridad empieza donde termina la justicia. La moderna doctrina social de la Iglesia puede ser vista como una reflexión sobre la riqueza y la pobreza en el contexto del imperativo de la justicia social que aparece en el mundo actual y, de hecho, más que un recordatorio de la teología tradicional sobre la caridad –que se mantiene no obstante como trasfondo–, elabora una teoría del salario justo. No se trata solamente de aliviar el sufrimiento de los pobres, sino de pagar el salario que corresponde. Benedicto XVI, en Caritas in veritate (2009), por su parte, ha recordado que la caridad consiste en dar a aquel que ya tiene lo que merece, puesto que dar lo que alguien merece, es decir, hacer justicia, no es realmente una donación. La caridad presupone y florece solamente allí donde ya existe justicia, y por ello sus símbolos fundamentales han sido el alivio de un sufrimiento inesperado (como en la parábola del buen samaritano), la visita de quienes están justa y debidamente privados de su libertad, o la atención de los enfermos y moribundos que caen en el curso de la vida. La caridad no es dar menos de lo que alguien merece (una dádiva en vez de un justo salario), sino más de lo que alguien merece, y precisamente por ello –dice Benedicto– tiene su lugar propio y específico en la Iglesia, puesto que esta exigencia trasciende los deberes del Estado y de la ley.
También la caridad moderna se oscurece cuando desaparece el carácter sagrado del pobre y se hunde la posibilidad de ver a Cristo mismo en el dolor y el sufrimiento del necesitado. La pobreza es el símbolo de un estado de necesidad y dependencia que decide en adelante la posición auténticamente religiosa del que clama a Dios por ayuda, consejo y protección. Adela Cortina [7] ha acuñado el término aporofobia para designar el rechazo al pobre en las democracias contemporáneas, que se superpone y prevalece respecto del rechazo al inmigrante, pero su perspectiva sigue siendo solo la de la erradicación de las desigualdades sociales y de la pobreza.
Es cierto que, por primera vez en la historia, la humanidad se ha planteado seriamente el desafío de eliminar la pobreza y actualmente se considera que la condición de pobre es de suyo indigna, pecaminosa (aunque la responsabilidad se ha trasladado a la sociedad, “pecado social”) y su horizonte de resolución, impostergable (“los pobres no pueden esperar”, como lo han hecho siempre). Esta perspectiva debe considerarse un progreso inigualable en la senda de la justicia, pero también corre el riesgo de hacernos olvidar la dignidad propia del que se encuentra en estado de necesidad que, por lo demás, es donde se prueba nuestra capacidad de dar un trato digno a los otros. La capacidad de otorgar al pobre un valor propio, una dignidad que desafía y supera a la del rico sigue siendo la prueba de fuego del cristiano. El pobre –o quien lo sustituya en el estado de padecimiento, dolor y necesidad– es el único testimonio de que todos somos necesitados, ya que a Dios se lo encuentra en el rostro de la fragilidad humana.
El que se salva es el que dona, porque dar algo propio significa siempre poner la confianza en Dios más que en los bienes que se posee, pero el que recibe ya está salvado de antemano.
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