La canonización de un Papa invita a redescubrir y actualizar su mensaje y legado.
Humanitas conversó con el sacerdote Joaquín Alliende Luco, quien fue miembro del Equipo de Reflexión Teológica y Pastoral del CELAM entre 1976 y 1993, sobre las ideas que él ya había expresado acerca del impacto que tuvo el pontificado de Pablo VI en el continente latinoamericano, y los desafíos que planteó en aquel contexto la implementación del Concilio Vaticano II [1].
“El Verbo de Dios se hizo carne”. Aquí se encierra todo el misterio de la historia, la autocomprensión del hombre, el estupor fundante y palpitante de la Iglesia. Todo lo que hacemos en el quehacer cotidiano, cualquier forma de servicio eclesial, todos los textos que leemos o redactamos, todo ello se mueve en el campo magnético de esta tensión. “El Verbo de Dios se hizo carne”. Es nuestra realidad más existencial y es el encuadre de cualquier reflexión teológica. Como no podemos percibirlo ni formularlo en su síntesis dinámica, ni en su esencialidad trascendente… no nos queda otra cosa que oscilar, intentando lo más que podemos la convergencia de los dos polos. La historia de los dogmas cristológicos certifica también ese progreso en la tensión polar hacia la mayor integración posible para la Iglesia creyente.
¿Por qué estas palabras iniciales? Porque, a mi juicio, enmarcan el providencial aporte de Pablo VI a la Iglesia de América Latina, en un momento histórico en que había que reformular la síntesis encarnacional. Los expertos nos enseñarán a rastrear, en la totalidad del pensamiento del Papa Montini. Yo solo puedo limitarme, desde la memoria de lo vivido, a hacer una cala histórica, que con todas sus carencias, sin embargo, creo apunta hacia el núcleo central.
Es evidente que lo que ocurre en la América Latina de los años 70 es una estación del flujo histórico de la cultura del Occidente cristiano. Desde el teocentrismo medieval y el antropocentrismo del Renacimiento en adelante, con todas las variaciones que se quieran recoger, necesitaba la Iglesia un intento global, no tanto en la zona teórica, sino que en la cuestión pastoral. Este término ha servido, y con razón, para definir el carácter específico del Vaticano II. No se trata primeramente de una novedad dogmática, acerca de qué creer, sino del cómo creer hoy. Así sitúa Rocco Buttiglione la comprensión que Karol Wojtyla tiene del acontecimiento del Vaticano II, como acto de conducción magisterial [2].
La interrogación pastoral de la Iglesia a fines del segundo milenio es precisamente esta: cómo creer, en una época que no puede ya hacer la restauración del teocentrismo medieval, y que tampoco quiere seguir en un tumbo más, de la ebriedad antropocéntrica de los últimos siglos.
Ahora, será una fe en Dios encontrado en el espacio del hombre. Pero de un hombre que es, intrínsecamente, huella y presagio de la Trinidad.
No es casualidad que el célebre número 22 de la Gaudium et spes adquiera la categoría de topos, en el ejecutor magno del Concilio que es Juan Pablo II, porque “el Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”.
La situación postconciliar
Cuando los obispos vuelven a sus países, en diciembre de 1965, vienen con una clara voluntad de poner en práctica lo que los documentos habían formulado. Dos focos centrales condensaban el interés episcopal: una renovación de la Iglesia en su identidad, tal como la describe la Lumen gentium; y el segundo, la superación de los eclesiocentrismos previos, por una nueva actitud y un nuevo ánimo en las relaciones Iglesia y mundo, según la Gaudium et spes.
Se puede decir que la novedad eclesiológica fue asumida no sin serias conmociones, pero que, con todo, de alguna manera, era moverse en campos más propios y conocidos. Mucho más dramático era el otro escenario, el de la relación Iglesia-mundo, pues la Iglesia no había logrado un sitial sereno para el diálogo con el mundo en el nuevo horizonte cultural del siglo XX. Era casi imposible que no se produjera una reacción pendular de un repliegue apologético a una proximidad ingenua, acrítica, con la cultura de la modernidad. De hecho, ocurrió así con graves consecuencias, y con aprendizajes valiosos pero también dolientes.
En América Latina, la nueva relación Iglesia y mundo fue todavía más convulsionadora. Casi todo resultaba nuevo. Era inédita la conciencia subcontinental y algunos aspectos de la realidad de nuestros pueblos adquirían una visibilidad chocante. Así fue en la conciencia abrupta y generalizada de la injusticia social. La comparación con los países de la abundancia era instantánea y masiva, por esa ventana diaria de la televisión. La percepción crítica de las desigualdades fue tan aguda y escandalosa que puso en marcha los vértigos que lanzaron a toda una generación a suscribir la necesidad de un cambio revolucionario; y la tentación de la violencia se transformó en fascinación para muchos.
El laicado dirigente, los sacerdotes, los pensadores, los teólogos, vivían en carne propia el proceso. La Conferencia Episcopal de Medellín fue ese primer grito. En sus Conclusiones, la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano trató muchísimos temas diferentes, pero la relación del Evangelio con las estructuras sociales existentes fue la materia más movilizadora. El debate se tornó apasionado y la conducción del proceso postconciliar se hacía muy difícil para quienes tenían el encargo y la obligación de ser guías.
Hoy es arduo recrear el dramatismo del momento. Pero es un hecho que, efectivamente, desde 1968 y en los dos o tres primeros años de la década del ’70, de veras se estaban definiendo las orientaciones de toda la aplicación del Vaticano II, y de la disposición histórica para enfrentar el cambio epocal que ya era insoslayable.
Entonces, Pablo VI nos entrega la Evangelii nuntiandi. Por cierto, esta Exhortación Apostólica no brota mágicamente, sin contexto. El que la firma es el mismo Pablo VI de la “profesión de fe” del Credo del Pueblo de Dios. Es el Pontífice cuya primera encíclica, Ecclesiam suam, propone el diálogo responsable como la forma propia de ejercer la identidad de la Iglesia de cara al mundo. Evangelii nuntiandi anuda todo Pablo VI en su profecía jerárquica para América Latina, nos media el Concilio con una oportunidad pastoral que solo puede ser fruto del Espíritu Santo.
En el primer postconcilio latinoamericano
Evangelii nuntiandi no solo es maduración del Magisterio del Pontífice, sino que es, además, un eslabón del diálogo vivo entre nuestras Iglesias y el Pastor universal.
El magisterio constante del Papa Montini había impulsado el período postconciliar con un estilo de optimismo y prudencia. Ello aflora muy caracterizadamente en el clásico discurso sobre “El valor religioso del Concilio”, del 7 de diciembre de 1965. Pulsa aquí todo el entusiasmo benevolente y esperanzado con el cual la Iglesia mira al mundo. “Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo” (n. 8), para continuar más adelante: “[…] una corriente de afecto y de admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno” (n. 9).
Pero no se trata de un movimiento candoroso de la inteligencia. Haciendo referencia al misterio de la Encarnación dirá, en aquel texto: “El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión de Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión —porque tal es— del hombre que se hace Dios” (n. 8).
En 1974, ya hay casi 10 años de experiencias postconciliares de muy diversa índole. En ese lapso, tiene lugar la trascendental II Conferencia General del Episcopado en Medellín. Su gravitación fue inmensa en la Iglesia de América Latina, dinamizando todo con una fuerza inédita. Sin embargo, quedaban espacios vacíos, había omisiones que se denotarían muy pronto. Por ejemplo, Medellín no supo decir nada sobre María. Es casi una proeza escribir un capítulo sobre religiosidad popular latinoamericana y que ella, la Madre de Dios, no sea siquiera nombrada. Este mutismo no era solo regional. Todavía no se articulaba el modo nuevo de la fe mariana de la Iglesia. El Papa percibió esta afonía e hizo preparar el texto de Marialis Cultus que, en nosotros, tendrá una función inspiradora importante. Lo publicó el 2 de febrero de 1974.
Por esas mismas semanas, se reúnen en Mar del Plata miembros del Equipo de Reflexión del CELAM con representantes de lo que se ha llamado la Escuela del Plata, liderada por Lucio Gera y Alberto Methol. Se prepara una contribución del CELAM para el Sínodo de Obispos de Roma, sobre la evangelización [3].
A inicios de octubre de aquel año en Buenos Aires, hay una reunión decisiva para nuestro asunto del Equipo de Reflexión. Participa el presidente del CELAM, el Obispo de La Plata, monseñor Eduardo Pironio. Justo antes de tomar el avión que lo llevaría a Roma, para el Sínodo, tuve la oportunidad de conversar con monseñor Pironio, quien me indicó que en las conversaciones de aquellos días a él se le había abierto un horizonte nuevo: el de la religiosidad popular. Llegando a la Ciudad Eterna, lo entrevistó L’Osservatore Romano (ver el 6 de octubre de 1974). El presidente del CELAM declaró algo inusual para la época: “la religiosidad popular es un punto de partida para una nueva evangelización: hay elementos válidos de una fe auténtica que busca ser purificada, interiorizada, madurada y comprometida. Se manifiesta en un sentido especial de Dios y su providencia, en la particular asistencia de María Santísima y de los santos, en una actitud fundamental frente a la vida o la muerte”[4].
No puedo olvidar cuán alegres nos puso a muchos este lenguaje, hasta entonces inusitado, de la más alta autoridad del CELAM. Una vez más, monseñor Pironio había sabido recoger una inquietud y la había representado en el mejor foro.
El Sínodo registrará en sus debates esta voz diferente de los Obispos latinoamericanos. Ella implica una nueva forma de aproximación al acervo cultural más propio de nuestras gentes, lo que en Puebla se llamará “sustrato católico” (Documento de Puebla, 1, 7, 412).
Junto al tema de la religiosidad popular llegan, además, desde nuestras latitudes hasta el Sínodo dos materias que habían emergido, creadoramente, en el post-Medellín: la liberación evangélica (cfr. EN n. 30 ss) y las comunidades eclesiales de base (cfr. EN n. 58).
Cuando el Sínodo en sus acuerdos es presentado coherentemente por Pablo VI enEvangelii nuntiandi, el tema de la religiosidad popular será abordado en el número 48. Se titula allí “piedad popular”, recogiendo la reflexión teológico-pastoral de América Latina, tal como se daba en aquel momento.
Finalizado el Sínodo, en la misma ciudad de Roma, se reúne el CELAM en el mes de noviembre. Sus autoridades encomiendan al Equipo de Reflexión elaborar la nueva visión de la religiosidad popular. Entre tanto, el tema de la liberación era motivo de un debate teológico y de la compleja confrontación de estilos eclesiales, en todos los niveles del Pueblo de Dios, en América Latina.
No hay duda que, en tales circunstancias, estaban ocurriendo reduccionismos políticos de la fe, como también, en lo que se refiere a las comunidades eclesiales de base, se fueron gestando prácticas diferentes que se distanciaban entre sí, de modo progresivo e inquietante.
El magisterio providencial de la Evangelii nuntiandi
La búsqueda del nuevo rostro de la Iglesia conciliar ocurre en un oleaje agitado. Se hace evidente que el postconcilio debe decantarse. Pablo VI es un timonel vigilante. Una y otra vez toma posición, alienta, corrige. En América Latina, el debate es vehemente, a ratos confuso. Se dan recriminaciones, se abren heridas. Los episcopados de los diversos países y el CELAM no logran hacerse oír con una voz suficientemente global y vigorosa.
Para clarificar la cuestión no bastará con un documento puramente doctrinal. Hay demasiada temperatura en el ambiente, los hijos de la Iglesia viven un proceso histórico existencial. Lo que se precisa es una palabra de sabiduría que comunique una lúcida reflexión orientadora, con ánimo de esperanza. Solo un maestro de la fe, un pastor mistagogo, asistido por el Espíritu Santo, podía dar a la Iglesia de América Latina una clave. Para que esta fuese operativa se necesitaban, además, conceptos funcionales que encaminaran la praxis.
¿Cómo redenominar la identidad de la Iglesia en su voluntad de diálogo con el mundo? y ¿cómo entender ese mundo que se nos encargaba en un tiempo de redefinición de América Latina? Llega la Evangelii nuntiandi, y tras ella está todo el Concilio, especialmente la Lumen gentium y Gaudium et spes. Pero está también el dolor postconciliar, está la esperanza teologal que da el Espíritu cuando el camino nos fatiga y desconcierta. Evangelii nuntiandi es todo lo contrario a lo que es un miedoso intento de restauración. La Iglesia quería y debía seguir siendo aquella que, en el citado discurso del 7 de diciembre de 1975, Pablo VI aludió diciendo que ella “se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad”.
Lo que había sucedido, entre tanto, es que ya era insoslayable definir el servicio específico, único, de la Iglesia al mundo. El concepto medular para el Sínodo del ’74, escogido directamente por Pablo VI, adquirió con la Evangelii nuntiandi un carácter definitivo y programático: “evangelización”. Esta es la palabra irreemplazable que la Iglesia pronuncia en su diálogo con el mundo. Evangelización que incluye una liberación integral, que se dirige a todo el hombre, contiene un anuncio explícito (n. 22), es un mensaje escrito con la sangre del testimonio (n. 21), una predicación viva (n. 42), busca los lenguajes adecuados (n. 63), abarca todos los estados posibles del cristiano (n. 67). La evangelización que es, primeramente, acción divina porque “puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización” (n. 75). A través de él, la evangelización penetra en los corazones y es en la Iglesia un reclamo de amor “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Ocurre eficazmente si es un ejercitar la fe “con el fervor de los santos” (EN n. 80). Y María es la “Estrella de la evangelización siempre renovada sobre todo en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza” (EN n. 82).
Ya lo dijimos, este Pablo VI es el mismo de la Ecclesiam suam. Tan solo que, en 1975, le ha dado nombre preciso a la palabra que arde en los labios de la Esposa de Cristo cuando dialoga con el mundo. La identidad del servicio propio de la Iglesia es evangelizar.
En este concepto se centran, nucleándose, todos los elementos de las riquezas conciliares. La Iglesia actualiza su autodefinición y se apropia de ella haciéndola rápida, concisa, verificable, temporalizada, tal como hoy los expertos en comportamiento institucional declaran —conditio sine qua non— para la eficacia de un ser corporativo.
Desde ese momento, no se podía ya más argumentar sosteniendo que la fermentación inquieta de los factores impedía denominar con nitidez lo propio de la misión. Con el concepto de evangelización se diseña, funcionalmente, el rostro de la Iglesia.
¿Y el mundo? ¿Qué es ese mundo que llamamos América Latina? ¿Cómo asirlo? ¿Con qué categoría se le puede aprehender y, a la vez, entrar con él en una forma de trato dialógico de modo que el Evangelio lo penetre en sus zonas esenciales?
Evangelizar América Latina. Pero ¿qué es América Latina? ¿Quién tiene su radiografía íntima? La sociología general y la sociología religiosa habían aportado a Medellín un panorama asible del continente. Los números eran, muchas veces, abrumadores. La sociometría indicaba llagas que eran labios del grito de los sin voz. Y en la ciudad colombiana se había intentado una respuesta, pero la experiencia del tiempo inmediato había indicado que la radiografía era insuficiente. Con razón se comenzó a decir que no bastaba con indicar los índices de pobreza o las terribles condiciones de injusticia, para entender quién era y cómo era el pueblo pobre de América Latina. Los números que señalaban el PIB de algunos países podían coincidir con el de otras regiones asiáticas o africanas, pero las cifras eran fríamente esquemáticas. La Iglesia necesitaba conocer la carne y la sangre latientes de esos pobres, su estilo de vida, el alma de sus motivaciones, su comportamiento frente al amor y a la muerte, y a la trascendencia.
Aquí es donde Evangelii nuntiandi se muestra funcionalmente profética. Aporta a la sabiduría pastoral una definición de mundo humano, que hará posible el diálogo evangelizador con él. Ya el dibujo de mundo no vendrá de la sociología de corto alcance, aquella que en un decir irónico de Alberto Methol, por aquellos años, pretende ser igualmente útil tanto en Chicago para investigar la comercialización de dentífricos como para inquirir la fe trinitaria de los campesinos del interior del Uruguay. América Latina, entendida como un mapa sociométrico, era un campo demasiado distante e indescifrable para que la Iglesia pudiese entender el cómo ayudar a creer por medio de su labor evangelizadora.
Evangelii nuntiandi vuelve al cofre del Concilio a rescatar una idea fuerza, que se había quedado dormida en la Gaudium et spes, n. 53. Retoma y proyecta el concepto de cultura en su globalidad, como estilo de vida de los pueblos, como su “patrimonio propio”, como “el medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo”.
La cultura, así entendida, tiene una intrínseca referencia a lo absoluto. Esta aproximación la hace desde la experiencia de comunidad, de fraternidad histórica, concreta, desde la escuela constante donde la persona responde, con su libertad, al reto de las preguntas ineludibles. La cultura pasa a ser, entonces, la descripción dinámica de pueblo, terreno este en el cual la Iglesia se ha sentido siempre cómoda para anunciar la salvación.
Hoy, todo esto, puede sonar más o menos convincente. A mediados de los ’70, era un golpe de timón intelectual. El pueblo al que se quería servir era mucho más que una suma de pobres, o el número global de los oprimidos. Era mucho más que la fotografía de un corte transversal instantáneo, estático y anónimo. Era la cinematografía de una comunidad histórica, en la cual se decantan símbolos, lenguajes, instituciones, tierras, ritos y “formas de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza” (GS n. 53).
Se entraba a este tejido celular, a esta red capilar de la fraternidad, o la evangelización era esparcir un mensaje a modo de barniz, que resbalaba por la superficie de las apariencias sociales, por muy dramáticas que fuesen las lágrimas de un dolor que no se entendía desde la historia, desde la identidad cultural.
Así como el concepto de evangelización había redefinido el “polo Iglesia”, el concepto de cultura venía a proporcionar el perfil actualizado y permeable del “polo mundo”. Recién con la Evangelii nuntiandi se hacía posible serenar las encrespadas olas de un postconcilio que necesitaba entrar en una segunda fase para ser fecundamente histórico. Ahora, América Latina sí estaba en condiciones de dar permanencia a las mejores intuiciones, a los mejores brotes de la primavera postconciliar. No todas las flores serían fruto, pero ya muchos gérmenes señalaban un vigor verdaderamente promisor.
La recepción compartida, asentada y pública de la Evangelii nuntiandi ocurrió en Puebla, y fue Argentina quien aportó una madurada reflexión sobre la idea de cultura en relación con los conceptos de historia, pueblo, trascendencia. El magistral capítulo poblano, titulado “Evangelización de la cultura”, es una elaboración aguda, sensible y oportuna de la Evangelii nuntiandi. Es un comentario aplicado o un caso de fecundación del pensamiento de la Exhortación Apostólica de Pablo VI, desde la identidad latinoamericana. Es un modo creativo de leer el número 20 de la Evangelii nuntiandi, es su programa sintético:
Posiblemente podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes (n. 53), tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios […] La ruptura entre Evangelio y cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo […]” [5].
Pues bien, ese texto de Puebla que recoge el aporte de todos los miembros de la Comisión que trataba el tema de la evangelización de la cultura fue pensado, elaborado y redactado por el Pbro. Lucio Gera.
Pero queda pendiente la pregunta acerca de si esta aprobación latinoamericana de Evangelii nuntiandi es legítima. ¿Cómo fue en los otros continentes? Todo indica que en ninguna otra latitud esta Exhortación de Pablo VI tuvo la trascendencia crucial que adquirió en América Latina.
No se ha dado otro Puebla y no hay un capítulo de una Conferencia Episcopal continental como el del número 2 del capítulo II poblano al que hemos aludido.
Se sabe que un colaborador estrecho de Pablo VI, a la hora de recoger el Sínodo de los Obispos del año 1974, fue monseñor Lucas Moreira Neves, quien fuera Prefecto de la Congregación para los Obispos. Tal vez, los historiadores puedan dilucidar la forma y el grado de ese servicio del brillante cardenal brasileño. Por ahora, se puede dejar sentada la hipótesis de trabajo de que la condición de latinoamericano de monseñor Moreira Neves no es accidental a la fecunda recepción de la Evangelii nuntiandi entre nosotros. Esto no se dice porque él hubiese tenido una acción directa para que la Exhortación Apostólica fuese asumida a este lado del Atlántico. Creo que se trata de una congenialidad intrínseca que permitió el encuentro providencial histórico, decisivo y salvador, entre las Iglesias de América Latina y el Magisterio Pontificio de Pablo VI.
Dos corolarios breves
Pablo VI, con la Marialis Cultus y la Evangelii nuntiandi, abrió la senda para un reencuentro actualizado de la Iglesia en América Latina con la condensación más propia de la identidad de nuestros pueblos. Así lo expresó el texto redactado por el P. Egidio Viganó, quien fuese Rector General de los Salesianos, y destacado teólogo. Lo hizo en la carta aprobada por la unanimidad de todos los miembros de la Comisión de Evangelización de la Cultura y Religiosidad Popular, que dirigieron a la Comisión Central, de Puebla. Fechada el 10 de febrero de 1979, sostiene que la religiosidad popular es la aportación que “consideramos sea uno de los aspectos más originales y más latinoamericanos de esta III Conferencia Episcopal”. El soporte que enmarcaba el espacio de legitimidad teológica de tal afirmación era, claramente, el ya aludido número 48 de la Evangelii nuntiandi, titulado “Piedad popular”.
La religiosidad popular latinoamericana es la condensación histórica más auténtica y vigorosa del alma de nuestros pueblos, si bien está amenazada de desgastes y degeneraciones, como todo lo que está en el ámbito de las culturas.
El silencio de Medellín sobre María va a tener un vuelco en los extensos números dedicados a la Madre de Dios en el Documento de Puebla (282 a 303 y 333s), que sin duda tienen un origen comprobable en la Marialis Cultus de Pablo VI. Esto se documenta bien en las varias citas que se hacen de Marialis Cultus (cfr. DP 283, 291, 293, 302).
La trascendencia de este tema se puede ponderar recordando el muy citado número 446 de Puebla, con el cual quiero terminar estas reflexiones: “El Evangelio encarnado en nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización” [6].
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