Este artículo forma parte de una serie sobre activistas y comunidades del Pacífico sur y de pequeños estados insulares que se movilizan contra el cambio climático.
Por Pascal Laureyn
IPS, 5 de enero, 2018.- A medida que el agua se traga las playas de Fiyi, ni los muertos encuentran paz. El cementerio de Togoru, una aldea en la mayor de las islas de este país insular, quedó sumergido bajo el mar, y ya no se leen los nombres en las lápidas, golpeadas por el mar.
“¡Bula!”, le dijeron a IPS los residentes locales, sorprendidos de ver a un visitante. Fue fácil encontrar al jefe de la aldea, con solo tres casas en pie. En la playa, James Dunn, de 72 años, señala a los muertos ahora sumergidos.
“En 20 años, el mar avanzó unos cientos de metros. La casa en la que nací desapareció”, relató el patriarca.
“Togoru desaparecerá pronto, y con ella nuestra historia”: James Dunn.
Los árboles se pudren por el oleaje y se caen cuando se lava el suelo que aguanta sus raíces. El campo deja de ser apto para la agricultura y lo que queda de la aldea se inunda cuando hay marea alta. “Las olas golpean a mi puerta”, contó Dunn.
Su tatarabuelo llegó de Irlanda para construir esta aldea y cinco generaciones después es muy probable que Dunn sea el último jefe de Togoru, una de las más vulnerables al cambio climático.
Moverse o ahogarse
Fiyi y otros países del Pacífico sur son extremadamente vulnerables al aumento del nivel del mar. La mayoría de estos estados insulares son pobres y de tierras bajas. El agua se elevó 25 centímetros en promedio desde 1880, lo que alcanza para borrar a Togoru del mapa, que, de hecho, ya no figura más en Google Maps.
“El mar nos roba la tierra”, señaló Dunn. “Las playas en las que solía jugar de niño están ahora bajo agua. Hacíamos carreras de caballos, ahora es imposible”, recordó.
Togoru construyó cinco muros para contener el mar en los últimos 25 años, y ninguno pudo contener su avance.
Si se logra mantener el aumento de la temperatura promedio en 1,5 grados centígrados, el mar igual se eleverá otros 50 centímetros. Pero aun ese pronóstico optimista es desalentador para las miles de comunidades de las zonas costeras y vulnerables.
Desde la playa de Togoru se ve Suva, la capital fiyiana. “El primer ministro vino de visita y dijo que teníamos que despedirnos de nuestra aldea. Por suerte, no nos abandona”, relató Dunn.
El gobierno publicó una lista de 60 aldeas que se reubicarán, lo que es mucho para este país de apenas un millón de habitantes.
La sobrina de Dunn, Anne, fue Miss Fiyi y Miss Islas Pacífico en 2016 y aprovecha su posición para abogar por medidas contra el recalentamiento planetario.
“El cambio climático significa para mí no haber podido enterrar a mi padre ni a mi tío en nuestro cementerio tradicional”, explicó emocionada, cuando participó en la 23 Conferencia de las Partes (COP23) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), realizada en la ciudad alemana de Bonn.
“Afecta nuestra identidad. Somos isleños y nuestra forma de vida está en riesgo”, denunció, para llamar la atención sobre una situación que su país, que presidió la COP23 del 6 al 17 de noviembre de 2017 y sin recursos para frenar el avance del mar, denuncia con fuerza.
Más de 80.000 turistas llegan hasta las playas blancas y los coloridos arrecifes de coral de este país. Pero los centros turísticos tienen que nivelar sus playas.
El azúcar, segundo pilar de la economía nacional, también está en riesgo, pues la salinización destruye cada vez más cañaverales.
Clima extremo
Fiyi solo es responsable de 0,01 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono globales, pero sufre tormentas climáticas sin tregua.
El 20 de febrero de 2016, el ciclón Winston arrancó el techo de la casa de Malela Dakui, de 53 años, jefe de la aldea Rakiraki, y unos minutos después tiró las paredes. Él se salvó del viento de 325 kilómetros por hora escondiéndose debajo de una mesa.
El ojo de la tormenta pasó justo por encima de esa localidad costera. Si bien este país ha experimentado varios ciclones, ninguno con la fuerza de Winston, el más poderoso observado en el hemisferio sur.
“Cuando terminó, estaba toda arrasada. Se podía ver a kilómetros de distancia”, recordó Dakui, testigo del fenómeno climático extremo.
Por suerte, ninguna persona resultó herida, pero en otras partes del país hubo 44 muertos y el costo de los destrozos se elevó a 1.400 millones de dólares, una tercera parte del producto interno bruto de Fiyi.
Dos años después de aquel desastre, Rakiraki todavía no se ha podido reconstruir. Desde Winston nadie quiere vivir en chozas, pero las casas de material son caras.
“Tenemos menos peces porque los arrecifes de coral están muriendo”, observó Dakui. “Hace demasiado calor para el taro, un vegetal popular en la dieta local. Los agricultores plantan mandioca y boniato, pero no dan tantos beneficios”, acotó.
“La estación de lluvia solía empezar todos los años en la misma fecha. Ahora las estaciones están perturbadas”, añadió.
Rakiraki tiene suerte porque logra reconstruirse, en cambio hay otros pueblos que se perdieron para siempre.
Una historia perdida
Los refugiados climáticos no son un fenómeno nuevo en Fiyi, y Tukuraki es el campeón no deseado de la relocalización. Ese pueblo volcánico de las montañas del interior de este país se tuvo que mudar tres veces en cinco años.
En 2012, Tukuraki sufrió una gran deslizamiento de terreno por las lluvias extremadamente prolongadas. Diez meses después, el ciclón Evan destruyó los refugios temporales, y luego Winston arrasó su tercera ubicación. Las personas que quedaron sin hogar tuvieron que alojarse temporalmente en una cueva.
“Para los fiyianos, la tierra es lo más importante, nos une. Cuando perdemos nuestra tierra, nos sentimos vulnerables y desamparados”, explicó Livai Kidiromo, uno de los ancianos de la aldea.
El cuarto Tukuraki es su último hogar. La nueva aldea resistente a desastres se construyó con apoyo económico de la Unión Europea. Las residencias actuales pueden resistir un ciclón de categoría cinco, pero no preservan su estilo de vida tradicional.
La nueva aldea está en una meseta en medio de un paisaje encantado. Desde lo alto se ven los restos de la aldea original, casi toda tomada por la selva y de la que solo queda la iglesia intacta.
“La aldea es mucho más confortable que la anterior. Pero tuvimos que dejar nuestro pasado y es doloroso”, confesó Josivini Vesidrau, la joven esposa del jefe de la aldea, Simione Deru.
Además de Fiyi, los refugiados climáticos son una realidad actual de Samoa, Tuvalu y Vanuatu, así como de muchos otros países insulares vecinos.
Kiribati trata de prepararse para su propia desaparición, pronosticada para 2050. El gobierno compró 2.500 hectáreas en Fiyi para reubicar a 105.000 personas para cuando el agua cubra los últimos restos de su territorio.
Con el aumento de la temperatura y la mayor ferocidad de las tormentas, las poblaciones costeras deben elegir entre irse o pelear.
El primo de Dunn, el pescador irlandés-fiyiano, limpia el jardín para la Navidad, quizá la última que pasen aquí. “Togoru desaparecerá pronto, y con ella nuestra historia”, reconoció, mirando los restos de las tumbas de su familia.
Todavía no sabe a dónde se irá. “Escapar no es una opción. Fiyi no es grande, no podemos seguir mudándonos”, explicó.
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(*) Líderes de movimientos climáticos y de justicia social de todo el mundo se reunieron en Suva, Fiyi, del 4 al 8 de diciembre durante la Semana Internacional de la Sociedad Civil.
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Traducido por Verónica Firme
Traducido por Verónica Firme
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