El Santo Padre pone el acento en el llamado universal al sacerdocio y en la capacidad de todos los bautizados de “dar razón de la esperanza”.
Foto de portada: Iglesia en Parinacota, en: Poirot de la Torre, Luis, Iglesias rurales de Chile. Editorial Contrapunto, Santiago, 2010, p. 25.
“Todos los fieles están llamados –a igual título que un ministro– a ser discípulos de Cristo y realizar su sacerdocio común en el testimonio de una vida santa y en la capacidad de “dar razón de la esperanza que tienen en la vida eterna”.
En una entrevista dada a La Civiltà Cattolica al comienzo de su pontificado, el Papa Francisco reconoció que “La imagen de la Iglesia que más me gusta es la del santo Pueblo fiel de Dios” [1]. En adelante, el Papa ha utilizado muchas veces esta definición de la Igle-sia tomada del capítulo dos de Lumen gentium, la constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II. Carlos María Galli habla de una revalorización teológica y pastoral del Pueblo de Dios que está contenida sobre todo en la exhortación apostólica Evangelli gaudium del mismo año en que Francisco fue elegido Papa [2].
La expresión Pueblo de Dios, una enseñanza que perdura del Concilio Vaticano II
Después del Concilio hubo cierta reticencia para utilizar esta definición, demasiado veterotestamentaria y con una connotación histórico-política algo equívoca por la carga semántica del concepto de “pueblo”. Según Galli hubo también algunas sospechas de que se acentuara demasiado el sentido de comunión por encima de realidad sacramental y mistérica de la Iglesia, que expresiones —también utilizadas por Lumen gentium— como Cuerpo de Cristo (que remite inmediatamente al signo eucarístico) o Templo del Espíritu Santo (que indica la realidad sacramental e institucional del misterio de la Iglesia) podían sortear mejor.
Lumen gentium define al Pueblo de Dios como “pueblo mesiánico que tiene por cabeza a Cristo” cuya condición es “la libertad y dignidad de los hijos de Dios”, su ley el mandamiento nuevo del amor de unos con otros y su destino “el Reino de Dios” que recibe su consumación al fin de los tiempos. Ives Congar reconoce que el Concilio pudo haber subrayado mejor la realidad sacramental de la Iglesia con la definición tradicional de “cuerpo de Cristo” que apunta a un “régimen de encarnación ya realizada y del Espíritu concedido” [3], es decir, de un pueblo ya configurado como cuerpo de Cristo que se consuma en la cena eucarística. Pero “el Concilio quiso tomar precauciones ante la posibilidad de una homogeneidad demasiado estrecha entre Cristo y la Iglesia” [4], para poner de relieve, en cambio, aquello que la impulsa a salir fuera de sí misma, a saber, una perspectiva escatológica de la salvación que subraya lo que todavía ha de venir (no solo lo que ha sido consumado), la condición de “pueblo en marcha” como Iglesia peregrina e itinerante y su apertura misionera hacia el conjunto de la humanidad que requiere todavía ser congregada en el amor de Cristo. Para la definición conciliar, la Iglesia es sacramento, pero también signo de salvación para el mundo, una Iglesia que “no puede contentarse con ser (…) celebración litúrgica” y que está llamada a ser “luz del Mundo” según la expresión eclesiológica conciliar más difundida. La eclesiología que conviene a la noción de “Pueblo de Dios” es también la que deja algún lugar a la acción vivificadora del Espíritu que se reconoce casi siempre por desplazar la estabilidad de las instituciones (donde nunca sucede nada) y la potencia de las jerarquías (lo que alienta la comunicación horizontal y la posibilidad de escuchar a los que están abajo).
Con todo, la expresión Pueblo de Dios subraya una enseñanza perdurable del Concilio, a saber, la unidad de todos los fieles en una comunidad cuya única cabeza es Cristo. “Todos nosotros somos Iglesia”, dice Lumen gentium en un esfuerzo específico por recordar que antes de cualquier distinción ministerial, subyace la comunidad fraterna de aquellos que han sido iluminados con la fe en Cristo. En su estudio sobre San Agustín, J. Ratzinger indica que una parte importante de la polémica antidonatista versaba sobre la posición del obispo y de los sacerdotes como mediadores respecto de los cuales se exigía pureza y santidad para ofrecer una ofrenda sin mancha que sea eficaz para todo el pueblo, siguiendo con ello la tradición sacerdotal veterotestamentaria. Pero entre los católicos el único intercesor es Cristo, cabeza inequívoca de la Iglesia, respecto del cual todo el resto es Pueblo de Dios. Dice Ratzinger: “Cristo entró solo en el sancta sanctorum e hizo esperar fuera a todo el pueblo (incluidos los obispos)” [5]. Lumen gentium recoge esta realidad de la multitud congregada en torno a Cristo resucitado con la expresión del sacerdocio común, es decir, de la capacidad de todos los fieles de proclamar y anunciar a Cristo, que subyace a cualquier distinción ministerial que en la comunidad cristiana original divide a los encargados de la palabra y del servicio, y luego, en la tradición de la Iglesia, a los encargados de impartir y recibir los sacramentos. Todos los fieles están llamados —a igual título que un ministro— a ser discípulos de Cristo y realizar su sacerdocio común en el testimonio de una vida santa y en la capacidad de “dar razón de la esperanza que tienen en la vida eterna” —dice Lumen gentium—, de modo tal que la santidad y la comprensión del misterio de Dios, es decir, la inteligencia de la fe, otrora reservados a los sacerdotes y escribas del Templo de Jerusalén, quedan ahora liberados para todos los fieles.
Fidelidad y santidad en la figura del pobre
Existe la impresión de que la noción de Pueblo de Dios tuvo mejor fortuna en la teología latinoamericana que recoge la enseñanza conciliar en las sucesivas conferencias del Episcopado Latinoamericano y en las distintas variantes de la Teología de la Liberación. Esta noción adquiere dos determinaciones específicamente latinoamericanas; primero la que le otorga Medellín (1968) y la variante clásica de la Teología de la Liberación, que identifica al Pueblo de Dios con la muchedumbre de los pobres de América que clama justicia, y segundo, la que aparece en Puebla (1978), que llama Pueblo de Dios a aquel que se ha formado históricamente en el curso de la evangelización americana a través de una forma particular de vivir la fe, que se expresa de manera ejemplar en la piedad popular, sobre todo de los santuarios marianos latinoamericanos. Ambas nociones se entremezclan una con otra, aunque la Teología de la Liberación de Gustavo Gutiérrez nunca se interesó realmente en la religiosidad popular, y la teología Popular argentina de Lucio Gera conservó el clamor de justicia de los pobres, pero rechazó la interpretación profética y salvífica —es decir, enteramente religiosa— de esa aspiración [6].
Con todo, el Pueblo de Dios era para unos y otros un asunto esencialmente de los pobres, tal como se entiende habitualmente la palabra “pueblo” en nuestro medio que no designa a la nación, sino a la porción que está habitualmente afuera (fuera de la ciudad, que habita en aldeas, es decir, en “pueblos”) y abajo (lo que la contrapone con la élite citadina y educada). El Papa Francisco ha combinado las exhortaciones de Medellín y Puebla de una manera enteramente original que se expresa en su llamado a permanecer con los pobres, lo que recuerda su decisión de instalar el seminario de formación jesuita de Buenos Aires en la barriada de San Miguel. Solo en el contacto vivo con los pobres se puede apreciar el clamor de justicia que emana de una situación de abandono y desamparo. Pero también en el contacto con los pobres se puede apreciar una experiencia de fe completamente particular que configura propiamente al pueblo como Pueblo de Dios.
El Papa ha subrayado dos características de la piedad popular: la fidelidad y la santidad. La fidelidad debe entenderse en un sentido veterotestamentario como la del pueblo que permanece fiel, a pesar de que tiene todos los motivos para desesperar del amparo divino. El clamor de justicia puede perfectamente torcerse contra Dios como sucedió en suelo europeo con la apostasía del mundo obrero. A pesar de la vehemente expresión de Juan Pablo II “los pobres no pueden esperar”, que hizo época en la conciencia eclesial latinoamericana, los pobres han seguido esperando y confiando en que Dios —por mediación de la Virgen— les ofrecerá el amparo suficiente. La fidelidad del Pueblo de Dios es también un mentís a la apostasía de la élite que los profetas del antiguo Israel denunciaban en la corte del Rey y en los encumbrados de la época, en la que se asienta la larga tradición, también neotestamentaria, que confía en la fe de los sencillos y de los necios, más que en las doctrinas y teorías de los doctos y educados. Son los pobres los que escuchan y comprenden primero, y los que permanecen fieles en medio de las tribulaciones con la conocida expresión de Pedro que exclama simplemente “¿A dónde iremos? Tú tienes palabras de Vida Eterna”.
El Pueblo de Dios en la teología de Francisco no es solamente fiel sino también santo. En la exhortación apostólica Gaudete et exsultate (2018), el Papa la denomina la santidad “de la puerta de al lado” o la “clase media de la santidad” de madres y padres que tienen la “constancia para seguir adelante día a día” o de ancianos y enfermos que siguen sonriendo frente a la adversidad [7]. Esta santidad se encuentra esparcida por doquier y se la puede reconocer en la vida de todos los días para quien sepa mirar atentamente la presencia de Dios en el mundo. Por lo demás, Francisco continúa una larga tradición de la Iglesia que reconoce la santidad en la pobreza —pobres a secas como aparece en Lucas—, es decir, en “una existencia austera y despojada”, en la capacidad de compartir la vida con los pobres y en todas las virtudes asocia-das con la pobreza, como mansedumbre, bondad, humildad, comprensión y misericordia, que constituyen los dones del Espíritu por excelencia [8].
Revalorización de la fuerza evangelizadora de la piedad popular
La revalorización teológica de la noción de Pueblo de Dios ha culminado en manos de Francisco en una revalorización pastoral que está contenida sobre todo en Evangelii gaudium (2013). El punto esencial es una confianza nueva “en la fuerza evangelizadora de la piedad popular”. En Puebla solo se trataba de revalorizar una cultura y una religiosidad popular menoscabada por años por el desprecio de las élites y la desconfianza sacerdotal, pero siempre necesitada de purificación según la teología de las “semillas del Verbo” (según la cual la semilla ha sido sembrada, pero es necesario el cultivo sacerdotal para que germine y dé al fin sus frutos, que ha sido la guía de toda la pastoral de santuarios hasta hoy en día). En Aparecida, se da un sentido completamente nuevo a la religiosidad popular. La piedad popular es un depósito de fe del que la Iglesia debe alimentarse (“beber en el propio pozo”, según la expresión de Gustavo Gutiérrez) y en el que descansa la posibilidad misma de la renovación de la Iglesia. “Las expresiones de piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización” [9].
En Evangelii gaudium, el Papa recoge la definición de la piedad popular de la exhortación apostólica Evangelli nuntiandi de Pablo VI (1975), como “una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer” y que los hace capaces de una “generosidad y sacrificio (que llega) hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar la fe” [10]. En el parágrafo siguiente se hace referencia al Documento de Aparecida que define la piedad popular como una mística y “una verdadera espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos” que se expresa en un “acto de fe que acentúa más el credere in Deum que el credere Deum” [11], es decir, el acto que cree más con la voluntad que con el entendimiento.
Agustín decía que también los demonios creyeron que Jesús era el Cristo, pero no creyeron en Cristo, es decir, no conformaron su voluntad con esa creencia, o dicho de otra manera no amaron a Cristo y le siguieron como discípulos. En la tradición católica el credere in Deum que el Papa atribuye a la piedad popular tiene siempre primacía sobre aquel que meramente comprende y puede incluso disponer correctamente el entendimiento hacia Dios. El credere in Deum se expresa de manera particular en la peregrinación, en la fe que mueve la voluntad a tal punto que el devoto es capaz de recorrer un largo y fatigoso camino para encontrarse con su Señor, algo que la religiosidad ilustrada de élite —que a veces comprende mejor los misterios de la fe— dejó de hacer hace mucho tiempo.
El gesto característico de la piedad popular efectivamente es la peregrinación, que Aparecida define como “el gozo de sentirse inmerso en medio de una multitud de hermanos caminando juntos hacia el Dios que los espera” [12]. En la peregrinación se encuentra reflejada la Iglesia como multitud orante y se forma una comunidad fraterna —la de los peregrinos que se encuentran y se prestan apoyo en la ruta— más poderosa que la que se crea en cualquier otra expresión de encuentro eclesial. Las peregrinaciones son también el símbolo de una Iglesia misionera o “en salida” como le gusta decir al Papa, cuyo dinamismo la hace salir del Templo y la pone en camino hacia Dios, lo que recoge también la poderosa imagen de Evangelii nuntiandisobre la piedad popular como “sed de Dios” que remite a la actitud peregrina de aquel que se esfuerza un largo trecho y por un sendero escarpado para llegar a los pies de la Virgen milagrosa. La fuerza evangelizadora de las peregrinaciones se hace evidente para los propios peregrinos que renuevan y revitalizan de esta manera su fe, de donde proviene la expresión de Aparecida acerca del “pueblo que se evangeliza continuamente a sí mismo” y que define según Evangelli Gaudium la importancia de la piedad popular como “verdadera expresión espontánea del Pueblo de Dios” [13].
En la peregrinación se encuentra de modo evidente esta capacidad del Pueblo de Dios de evangelizarse a sí mismo de un modo espontáneo, es decir, al margen de la mediación eclesiástico-sacramental, algo que la distingue de la religiosidad de Templo (que la piedad popular tiende a rehuir) e incluso de otras formas de salida del Templo como las procesiones o romerías siempre organizadas y presididas por el obispo o el sacerdote del lugar. La tensión entre comunión y sacramento que es característica de la noción de Pueblo de Dios (y uno de los motivos por los que despierta cierto resquemor) se pone a prueba de manera particular en el caso escogido de la peregrinación.
Piedad popular como fuerza renovadora de la vida eclesial
El Pueblo de Dios no es solo una fuerza evangelizadora, sino también renovadora de la vida eclesial. En su Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile, el Papa ha declarado que “en mi experiencia personal como pastor aprendí a descubrir que la pastoral popular es uno de los pocos espacios donde el Pueblo de Dios es soberano de la influencia de ese clericalismo que busca siempre controlar y frenar la unción de Dios sobre su pueblo” [14]. Esa autonomía de la piedad popular respecto del control clerical (que se puede observar típicamente en los santuarios marianos, especialmente los santuarios de baile y peregrinación) permite hacer visible la experiencia del sacerdocio común o bautismal.
Recordando la doctrina del sacerdocio común de Lumen gentium, el Papa señala que “el clericalismo se olvida que la visibilidad y sacramentalidad de la Iglesia pertenecen a todo el Pueblo fiel de Dios, y no solo a unos pocos elegidos e iluminados” [15]. El clericalismo consiste precisamente en olvidar que todo bautizado tiene una dignidad y una libertad que le es propia por su condición de hijo de Dios, y al mismo tiempo una misión específica de naturaleza plenamente sacerdotal, la de convertirse a sí mismo y convertir al mundo para Cristo. El Papa es enteramente consciente del papel insustituible del bautizado en el anuncio del evangelio y en la propagación de la fe, más no sea porque la fe se transmite esencialmente en la comunicación de padres a hijos (muchísimo más que en la comunicación de sacerdotes a fieles), tal como revela por doquier la investigación en sociología religiosa.
En el Encuentro con los obispos chilenos durante la visita papal de 2018, el Papa define al clericalismo como “la falta de conciencia de pertenecer al Pueblo de Dios como servidores, y no como dueños”. El sacerdocio presbiteral debe colocarse al servicio del sacerdocio bautismal, no inhibir ni aplastar su iniciativa ni oscurecer su misión, sino alentarlo con la fuerza que procuran los sacramentos y la palabra de Dios. Que los sacramentos y la homilía sean realizados e impartidos por sacerdotes no significa que la competencia religiosa sea únicamente presbiteral. Jean Luc Marion indica con razón que el Pueblo de Dios está compuesto de bautizados y no de laicos. El sacerdocio común no se encuentra en el laico militante o comprometido —que en tono polémico Marion califica como una creación especular del propio clericalato para indicar su preeminencia ministerial—, sino en el bautizado, porque laico indica la parte del cuerpo eclesiástico que no está consagrada ministerialmente (y que se define por consiguiente por su deficiencia religiosa), pero bautizado refiere al conjunto del Pueblo de Dios consagrado a Cristo (y que se define por su unción sacramental, es decir, por su capacidad religiosa) [16].
En la historia de la Iglesia, el sacerdocio común ha provenido siempre de la vida monástica, que se encarna en la figura del monje que no ha querido ser sacerdote, como en el caso de San Francisco de Asís, que se resistía a ser ordenado, y que ha permitido equilibrar y moderar los excesos del clericalismo. En América Latina, sin embargo, no ha existido históricamente una tradición monástica consolidada. La Iglesia latinoamericana se ha identificado enteramente con el Templo y el Sacerdote, no con el convento ni el monje. Solo la devoción popular ha desbordado esta identificación a través de la peregrinación de santuario que tanto celebra el Papa Francisco como expresión paradigmática del Pueblo santo y fiel de Dios.
También la invocación del Pueblo de Dios puede tener un sentido prospectivo que conviene captar adecuadamente en un contexto de crisis de la mediación eclesiástica y sacramental de la experiencia de fe. Como en el Concilio de Trento, la respuesta católica a una crisis semejante ha sido doble: por un lado, intensificar la santidad de la vida sacerdotal a través de la formación y control más riguroso de sus miembros y, por otro lado, intensificar la participación de los laicos en la vida de la Iglesia y realzar el sacerdocio común de los bautizados. La reforma tridentina del clero católico a través de la creación de seminarios especializados (que sustituyeron sobre todo la ordenación a dedo que hacían los obispos de sus propios parientes entre otros) y de un entrenamiento ascético similar al de la vida monacal (que incluyó la exigencia perentoria del celibato) fue el detonante de una elevación generalizada de la moralidad en el clero católico, que ganó por ello en reconocimiento y prestigio.
La vieja distinción entre el clero vocacional de las órdenes religiosas y el clero diocesano guiado por los intereses prebendarios del cargo desapareció lentamente y permitió la formación de un catolicismo parroquial de gran envergadura y consistencia doctrinaria y moral del que el santo cura de Ars fue su emblema más señero. Después de Trento también ganaron terreno no solo la participación laical en las obras de caridad de la ciudad o de la parroquia (la tarea de Marta), sino las devociones propiamente laicales (la tarea de María) que se abrieron camino sobre todo mediante el incentivo de la comunión frecuente entre los fieles y de las múltiples devociones marianas, a veces cristológicas como en la devoción del Sagrado Corazón de Jesús.
El sacerdocio presbiteral y el sacerdocio común fueron reformados en una dirección convergente. La noción de Pueblo de Dios puede ser vista como una invitación a renovar la vida sacerdotal de todos, de unos y otros, no a suprimirla, porque no se trata de aplastar el sacerdocio común como hace el clericalismo, ni de suprimir el sacerdocio presbiteral como hace el protestantismo, sino de revitalizar a ambos en un esfuerzo y dignidad comunes.
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