jueves, 17 de enero de 2019

Pablo VI, El barquero de la Modernidad

Claudio Rolle

La canonización de Pablo VI, el pasado 14 de octubre, ha sido un acontecimiento eclesial de primera importancia.
“El espectáculo que en esta memorable hora se ofrece ante nuestros ojos es tan solemne, tan magnífico y tan expresivo que no puede por menos que impresionar a nuestra alma, y pide silencio mejor que palabras: una tácita meditación en vez de un discurso”. Con estas palabras comenzaba su homilía –y su pontificado– Giovanni Battista Montini el domingo 30 de junio de 1963, con el Solemne Rito de Coronación como Papa Pablo VI. Había ya en estas frases y en el lugar del rito un sello innovador que se haría distintivo del nuevo pontífice: su vocación de comunicador, de creador de vínculos y de aperturas en un tiempo de renovación para la larga historia de la Iglesia, inspirando su acción en la fidelidad a su lema episcopal In nomine Domine. La ceremonia de coronación del Papa Pablo VI tuvo un carácter liminar, pues se utilizaron por última vez algunos ornamentos como la tiara, símbolo de soberanía, y fue la primera ocasión en que este acto solemne se realizó en la Plaza de San Pedro, fuera de la basílica vaticana, inaugurando una práctica que sus sucesores confirmarían haciendo de este espacio el símbolo de una sede episcopal que abre los brazos a todo el mundo [1].
La referencia al “silencio mejor que palabras: una tácita meditación en vez de un discurso”, indica un rasgo central en la figura de un Pontífice de meditación y de acción, que debió atravesar aguas muy difíciles y enfrentar los vientos a veces huracanados de los complejos años sesenta y setenta del siglo XX, conduciendo la barca de Pedro, según la clásica imagen de la Iglesia [2].
Esto porque Pablo VI no fue un Papa silente, no fue un pontífice volcado al interior de la Iglesia Católica, sino, por el contrario, actuó como un barquero que trasborda, que pone en contacto las orillas, que buscó llevar a Cristo y el Evangelio a los desafíos más acuciantes de la modernidad para construir una nueva civilización fundada en el amor.
He querido comenzar este breve recorrido por parte de la historia del pontificado del nuevo Papa canonizado, que alcanza en los altares a su predecesor —Juan XXIII— y a su sucesor en la conducción de la Iglesia, Juan Pablo II [3], poniendo atención a sus palabras en el inicio de su acción como siervo de los siervos de Dios. Pese a la reflexión sobre el silencio y la meditación, que sería lo que el nuevo Papa desearía, Pablo VI establece de inmediato con claridad la responsabilidad que el cargo impone e, implícitamente, las circunstancias históricas demandan: “Pero es nuestro deber hablar como si en realidad el clementísimo Señor deseara públicamente mostrar su misericordia y su bondad hacia nosotros, por lo que elevamos nuestro agradecimiento junto con el respeto y la fe de las personas y de los pueblos”.
Daba así también particular proyección al lema episcopal que honrará en sus más de 15 años como obispo de Roma, llevando su palabra y su presencia al mundo, iniciando una práctica que revolucionará el modo de ejercer la actividad de cada sumo pontífice, quienes usarán los medios técnicos modernos para las comunicaciones como complemento de la actividad evangelizadora, emprendiendo viajes que los convierten en peregrinos y pastores universales atentos a tomar contacto con los fieles de todo el mundo. En este sentido, Pablo VI muestra desde el inicio de su pontificado una disposición a moverse a encontrar al Pueblo de Dios, a reconocer en todos los seres humanos el rostro de Cristo, convirtiéndose en el primer pontífice que viaja en avión para visitar todos los continentes, con disposición de servicio y anuncio del evangelio.
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Hombre sistemático y organizado, no dado a las improvisaciones o a los impulsos, enuncia ya en esta homilía inicial el cómo entiende su misión y servicio:
Justamente porque hemos sido elevados a la cumbre de la Iglesia militante, nos sentimos al mismo tiempo colocados en el más bajo puesto como siervo de los siervos de Dios. La autoridad y la responsabilidad aparecen así maravillosamente conectadas; la dignidad, con la humildad; el derecho, con el deber; el poder, con el amor.
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Giovanni Battista Montini se convertía en Papa en un momento par-ticular, pues estaba en curso el Concilio Ecuménico Vaticano II que seis meses antes de su elección había iniciado un período de intervalo entre sesiones conciliares. Monseñor Montini había sido desde muy temprano un sostenedor del Concilio, siendo la primera voz que manifestó apoyo y claro entusiasmo por el anuncio que Juan XXIII hiciese el 25 de enero de 1959 en contraste con la desatención de L’Osservatore Romano frente a la gran noticia dada por el Papa. Monseñor Montini compartía la preocupación de Juan XXIII por la necesidad de atender los desafíos pastorales que el mundo contemporáneo planteaba a la Iglesia en su vida estructural y apostólica [4]. Como arzobispo de Milán, la mayor diócesis de la Iglesia, desde 1954 había desarrollado una intensa actividad de renovación de iniciativas pastorales y de la vida parroquial intuyendo lo que el Papa Juan XXIII llamaría aggiornamento de la Iglesia [5]. Con amplia experiencia en la administración de la acción de asistencia y servicio de la Iglesia, especialmente desarrollada en los años de la Segunda Guerra Mundial y en la inmediata posguerra, monseñor Montini era una figura reconocida en el episcopado italiano. Fue llamativo el hecho de que Pío XII, con quien Montini trabajó estrechamente por muchos años en la Secretaría de Estado vaticana, no lo hubiese creado cardenal como era costumbre para la sede episcopal de Milán. Debía esperar a la elección de Juan XXIII para alcanzar el cardenalato. Apenas elegido Papa, Roncalli puso en primer lugar de la lista de nuevos cardenales en su primer consistorio a Montini, e incluso le comunicó su decisión el día de su coronación [6].

Ya como cardenal, Montini sostuvo el Concilio con decisión y convicción, con la conciencia de que se estaba iniciando una nueva etapa en la vida de la Iglesia. La elección del Papa luego de la muerte de Juan XXIII podía parecer en cierto modo simplificada, dadas las manifestaciones de aprecio que el Papa Roncalli había tenido con el arzobispo de Milán. Sin embargo, el escenario era más complejo justamente porque estaba en curso el Concilio, al interior del cual se confrontaban posiciones diversas acerca de la naturaleza y magnitud de los cambios que el aggiornamento de la Iglesia requería. Tratándose de un Concilio Ecuménico, con representaciones consistentes de las Iglesias de todo el mundo y con una explícita orientación hacia el desarrollo de un espíritu de ecumenismo al buscar el acercamiento con las Iglesias separadas, las sensibilidades de los padres conciliares eran variadas y amplias, y no coincidían con las orientaciones que predominaban en el Colegio Cardenalicio, en el que había una significativa representación de cardenales curiales que eran, predominantemente, más tradicionales y en cierto modo escépticos de las orientaciones que había tomado el Concilio [7]. El día 21 de junio de 1963, a la quinta votación del Cónclave el cardenal Montini fue elegido Papa, tomando como nombre el de Pablo por devoción al “Apóstol de las Gentes”.
En su homilía de coronación, Pablo VI se refiere a la imagen que tiene de la figura y misión del romano pontífice:
No olvidemos la admonición de Cristo, de quien somos ahora Vicario: “Que el más grande entre vosotros sea el más pequeño y que el jefe se convierta en siervo”. Consiguientemente tenemos conciencia en este momento de asumir una sagrada, solemne y grave misión: la de continuar y extender sobre la Tierra la misión de Cristo.
Establecía así uno de los principios rectores de su pontificado, que están presentes desde su primera encíclica Ecclesiam suam del 6 de agosto de 1964 hasta su último gran documento, la exhortación apostólica Envangelii nuntiandi del 8 de diciembre de 1975, vinculando implícitamente su nombre como Papa a la tarea de evangelizar el mundo moderno.
Con clara conciencia del enorme proceso que se había puesto en marcha poco más de nueve meses antes con la primera sesión del Concilio y las iniciales discusiones, tomas de posición, propuestas y orientaciones de la reunión de los padres conciliares en Roma, Pablo VI propone desde el inicio una definida orientación de sus acciones y preocupaciones como obispo de Roma. Su propuesta “programática” es clara:
Reanudaremos con la mayor reverencia la obra de nuestros predecesores, defenderemos a la Santa Iglesia de los errores doctrinales y de costumbres que dentro y fuera de sus fronteras están amenazando su integridad y ensombreciendo su belleza. Procuraremos preservar e incrementar la virtud pastoral de la Iglesia, que se presenta, libre y pura, en su propia actitud como Madre y Maestra, amante de sus hijos, respetuosa y paciente, pero invitando cordialmente a unirse a ella a todos aquellos que no están todavía en su seno.
Estas frases del inicio de su pontificado marcaron toda su extensión, anunciando en cierto modo los aspectos que más dificultades y dolores le traerían a Pablo VI en sus 15 años como sucesor de Pedro, en los que se esforzó por atender a todas las sensibilidades, por buscar los encuentros, por promover la paz, fundando esa tarea en el anuncio del Evangelio y la difusión de la doctrina de Cristo. Con valor, coherencia, humildad y caridad, Pablo VI honró este propósito enunciado al iniciar su misión como Papa y que desarrollaría de modo más sistemático poco más de un año más tarde con Ecclesiam suam.
Era, sin embargo, la continuidad del Concilio el gran reto y desafío para el nuevo pontífice y para la Iglesia entera. Por eso en la ocasión solemne en que desea el silencio de la meditación, Pablo VI es claro al subrayar:
Reanudaremos, como ya hemos anunciado, el Concilio Ecuménico, y pedimos a Dios que este magno acontecimiento confirme la fe en la Iglesia, vitalice sus energías morales, la fortalezca y la adapte mejor a las exigencias de nuestro tiempo. Y así se ofrezca a los hermanos cristianos separados de su perfecta unidad, de una manera que haga posible su reintegración en el Cuerpo Místico de la única Iglesia Católica en la verdad y la caridad, fácil y jubilosamente.
La verdad y la caridad se transformaron en los pilares del pontificado de Pablo VI, atento a buscar comprender el mundo en que vivía con amplitud, generosidad, libertad y amor, reconociendo en la modernidad y sus lenguajes expresiones de belleza y de bien, de una humanidad que debía ser evangelizada de acuerdo a los signos de los tiempos, operando con los medios de este mundo contemporáneo, lleno de conflictos y dolores, pero también de descubrimientos e impulsos creativos que podía usar la Iglesia en su tarea de evangelización.
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A la cabeza del Concilio, asumiendo con decisión y claridad la conducción de la asamblea de la Iglesia, hizo de esa tarea de confirmar la fe en la Iglesia, de vitalizar sus energías morales, fortaleciéndolas y adaptándolas mejor a las exigencias de nuestro tiempo, su preocupación principal. Se planteaba una nueva forma de relación con el mundo, incluyendo en ese desafío uno de los grandes temas que habían apasionado al Papa Juan XXIII, el del ecumenismo. Pablo VI estaba consciente de las dificultades que este tema suponía, pero no descansó en su afán en buscar los puntos de encuentro entre cristianos y, más aún, en participar de diversas formas en el diálogo interreligioso en el mundo contemporáneo [8] enfrentando los reclamos de los grupos más críticos del Vaticano II y su legado. En este esfuerzo realizó acciones de alto valor simbólico, como encontrar autoridades de otras confesiones, resultando especialmente significativo el encuentro en el Monte de los Olivos en Jerusalén con el Patriarca de Constantinopla Atenágoras I, con quien se abrazó luego de más de mil años de distanciamiento tras el Cisma de Oriente.
El Papa Montini hizo honor al nombre del santo que había escogido al convertirse en Sumo Pontífice y realizó varios viajes apostólicos, que abrían un nuevo modo de comunicar y propagar el Evangelio, inaugurando un modo moderno de vivir el servicio a la Iglesia. Entre 1964 y 1970 realizó nueve viajes, hasta cuando su salud no le permitió continuar con esta vía de evangelización. El primero de estos viajes es el apenas recordado a Tierra Santa al inicio de 1964, para celebrar allí la fiesta de la Epifanía, en concordancia con la nueva evangelización que estaba promoviendo la Iglesia. En ese mismo año, Pablo VI viajó a la India a principios de diciembre para presidir el Congreso Eucarístico Internacional en Bombay. En este viaje se hizo manifiesto el compromiso del Papa Pablo VI en la denuncia de la injusticia y en la promoción de la paz en el Tercer Mundo, tema que lo acompañaría el resto de su pontificado.
Durante el desarrollo de la tercera sesión del Concilio, Pablo VI realizó un rápido viaje a Nueva York para dirigirse a la Asamblea General de la ONU en su vigésimo aniversario. Fue ocasión para hacer un gesto elo-cuente a los mejores aspectos del mundo moderno reconociendo el trabajo de la organización en pro de la paz. En ese foro, luego de un apasionado llamado a la paz, Pablo VI dijo a la Asamblea:
En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no solo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar —así lo creemos firmemente, como sabéis— más que en la fe de Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago? (Hch 17, 23). ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que el Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres.
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En los años siguientes visitaría Fátima, en 1967, para el cincuentenario de las apariciones de la Virgen, y Turquía, en una peregrinación ecuménica. En 1968 viaja a Colombia, donde en Medellín participa en la segunda conferencia general del CELAM, dedicada a trabajar en la recepción del Vaticano II en América Latina, un continente expectante y en agitación. En 1969 está en Ginebra, en el Consejo Ecuménico de Iglesias y ante la OIT, y más tarde en Uganda. Emprende el último y extenso viaje en 1970, recorriendo el sudeste de Asia y Oceanía.

La Iglesia, que se había hecho progresivamente más universal con el Concilio Vaticano II y con la composición del Colegio Cardenalicio, con las visitas pastorales de Pablo VI adquirirá una práctica que marcó fuertemente su vida en el tiempo post conciliar.
En efecto, la mayor parte de estos viajes corresponde al intenso trabajo de Pablo VI como conductor de una Iglesia en profunda transformación y ocupada en asimilar el legado del Vaticano II. Para cumplir esa tarea el Papa había planteado, ya en los primeros meses de su pontificado, una consistente reforma de la Iglesia, anunciando en septiembre de 1963 a la curia su intención de continuar con la tarea de responder a las necesidades de los tiempos manteniendo un vínculo vivo con la tradición [9].
Al inaugurar la segunda sesión del Concilio planteó los objetivos principales de su pontificado que comprendían una definición más clara de la Iglesia, tema que el mismo abordó en agosto de 1964 en su encíclica programática Ecclesiam suam y que luego se vería reflejada en la constitución dogmática Lumen gentium de ese mismo año; un esfuerzo por la renovación interior de la Iglesia, presente en variadas reformas y en parte significativa en las constituciones Dei Verbum y Sacrosanctum Concilium de 1965 y 1963 y varios de los decretos conciliares; el establecimiento de un puente hacia el mundo moderno, que encontró especial resonancia en encíclicas como Populorum progressio de 1967, Humanae vitae de 1968 y de manera muy evidente en la constitución pastoral Gaudium et spes de 1965; y un esfuerzo especial por el diálogo con las iglesias separadas, confirmando el distintivo sello ecuménico del Concilio y de ese tiempo, que se evidencia no solo en el decreto conciliar Unitatis redintegratio, sino también en numerosos gestos de acogida y apertura, además de varios de los viajes apostólicos.
Con plena conciencia de la tarea que significaba llevar adelante la reforma al interior de la Iglesia en lo referente a adecuar sus formas de acción y organización, promulgó, desde 1963, cambios disciplinares relevantes estableciendo, por ejemplo, el Sínodo de los Obispos, en 1965. Esta instancia le permitió al Papa tener un encuentro regular con los obispos para tratar temas precisos y delimitados y favorecer una mayor colegialidad [10].
El primer tercio del pontificado de Pablo VI fue de propuestas y reformas significativas, llevadas adelante por el Papa y el Concilio, con un enorme esfuerzo de Pablo VI por ser un fiel intérprete y traductor del trabajo del Vaticano II. En este período, el Papa percibe con claridad una Iglesia en busca de sí misma que cambia a la luz de los años del Concilio. Así, al concluir la gran asamblea, se entregan mensajes al Pueblo de Dios considerando a los laicos, hombres y mujeres, y dirigidos a los gobernantes, a los intelectuales, a los artistas, a las mujeres, a los trabajadores, a los pobres y sufrientes, a los jóvenes, invitando a la construcción de un mundo distinto, fundado en el amor. Profundamente mariano, dedicó a la Virgen dos de sus encíclicas [11] y, sobre todo, promovió y consagró durante el Concilio a María como Madre de la Iglesia, en 1964.
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Vale la pena destacar la claridad y la fuerza con que Pablo VI llamó a la Iglesia a construir una nueva civilización fundada en el amor y experta en humanidad, promotora de la justicia y de la paz. Populorum progressio fue una invitación a la acción y al compromiso profundo con el vivir el Evangelio en el mundo contemporáneo con sus necesidades y retos, y tuvo un alto impacto en muchos países del llamado Tercer Mundo y en el mundo de los laicos y las comunidades cristianas de base. Hizo evidente cómo Pablo VI invitaba a entender los desafíos del desarrollo integral y planteaba la necesidad de traducir la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo en la promoción de la justicia y la paz. Fue un momento de propuesta y de esperanza que humanizó el mundo del desarrollo económico y actualizó los escenarios de la nueva evangelización.
Pablo VI tuvo en el segundo tercio de su pontificado una etapa de prueba y, en cierta forma, de desolación. Las grandes reformas, entre las cuales la Litúrgica llama particularmente la atención, ya que despierta fuertes rechazos y desencadena numerosas formas de experimentación, fueron su gran desafío. Debió, a raíz de los vientos del post concilio, en ocasiones huracanados, soportar momentos muy duros de contestación e incomprensión. Criticado por unos por prudente, era acusado por otros por el fuerte compromiso reformista. No solamente las discusiones en torno al Catecismo holandés o las reacciones a la encíclica Humanae vitae, sino también la radicalización de las posturas de cambio y los vínculos con la idea de revolución o la seducción de la violencia, tensionaron su pontificado del mismo modo que la línea cismática de los seguidores de Marcel Lefebvre [12]. Con esta alta carga de tensiones, contestaciones y polémicas, la salud del Papa se fue resintiendo.
Juan Pablo II en su primera encíclica, destaca la figura de Pablo VI, cuya actividad pudo observar de cerca.
Me maravillaron siempre su profunda prudencia y valentía, así como su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado. Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su compactibilidad. [13]
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En sus últimos cinco años aproximadamente, el pontificado de Pablo VI ve un renacer del espíritu inicial marcado por la enseñanza del “amor intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es «sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»” en Palabras de Juan Pablo II. Son los años de exhortaciones apostólicas como Gaudete in Domino, de mayo de 1975, y, sobre todo, de Evangelii nuntiandi, documento que reafirma el programa inicial de este pontífice comunicador y al mismo tiempo amante del silencio y la introspección, entusiasta del mundo que le tocó vivir, a pesar de todos los crímenes, tensiones y tragedias a las que asistió y frente a las que buscó sentido de trascendencia. Abierto a toda forma de belleza y sensible para buscar la posibilidad de evangelizar la cultura contemporánea, dedicó el cuarto Sínodo ordinario a los retos de la catequesis, transmitiendo a los obispos su esperanza en la construcción de la civilización del amor, anticipando ese “no tengáis miedo” de su sucesor, y ratificando su confianza en la alegría del Evangelio que llevó a la orilla de la modernidad.

Notas

[1] El Concilio Ecuménico Vaticano II se había inaugurado el 11 de octubre de 1962 al interior de la basílica de San Pedro. Fue decisión del Papa Pablo VI realizar la ceremonia de clausura del Concilio, el 8 de diciembre de 1965, en el espacio abierto de la Plaza de San Pedro.
[2] Juan Pablo II decía en una homilía en septiembre de 1979: “Pablo VI ha conocido esta dimensión interior de la cruz. Ciertamente, no estuvo exento de “insultos” y “salivazos” (cf. Is 50, 6) que sufrió como maestro y servidor de la verdad. Ciertamente, su alma no estuvo exenta de esa “tristeza y angustia” (Sal 114 [115], 3) de las que habla el salmista. Tristeza y angustia, que nacen del sentido de responsabilidad por los valores más santos, por la gran causa que Dios confía al hombre, solo pueden ser superadas en la oración; solo pueden ser superadas con la fuerza de la confianza sin límites: “El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas me salvó” (Sal 114 [115], 5-6). Pablo VI era el hombre de esta profunda, difícil —y justamente por esto— inquebrantable confianza. Y gracias a ella precisamente, él era la piedra, la roca sobre la que se edificaba la Iglesia en este período excepcional de grandes cambios después del Concilio Vaticano II”.
[3] El sucesor inmediato de Pablo VI fue Albino Luciani que, con el nombre de Juan Pablo I, fue Sumo Pontífice por un brevísimo tiempo. El papa Luciani está en proceso de canonización.
[4] Como arzobispo de Milán el cardenal Montini escribió una Carta Pastoral para la semana de cuaresma preparando el Concilio, titulada Pensar el Concilio, con una rica reflexión sobre el significado de este para la Iglesia universal. El texto se puede ver en Ceriani, Grazioso, L’ora del Concilio. Editrice Massimo, Milano, 1963, pp. 265-286.
[5] En palabras de Pablo VI, este aggiornarse significa obtener “una mayor conciencia de la comunión eclesial, […] una mayor caridad que debe unir, activar, santificar la comunión jerárquica de la Iglesia. […] Aggiornamento significará en adelante para nosotros sabia penetración del espíritu del Concilio celebrado y fiel aplicación de sus normas, feliz y santamente emanadas”.
[6] “Excelencia queridísima, estoy a punto de bajar a San Pedro para la gran ceremonia [de coronación como Papa]. Pienso en San Carlos, en su sucesor y en todos los milaneses juntos, clero y pueblo. En seguida anunciaré el consistorio, en el que figurarán los nombres de monseñor Montini y monseñor Tardini. Pero esto sucederá en el plazo de una semana; mientras tanto quedará en absoluto secreto”. Así decía el mensaje que ese 4 de noviembre de 1958, fiesta de San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, le envió Juan XXIII a Giovanni Battista Montini.
[7] Sobre este punto, véase Riccardi, Andrea, El poder del papa. PPC, Madrid, 1997, especialmente el capítulo VII.
[8] Sobre este punto véase: De la Hera Buedo, Eduardo. Pablo VI al encuentro de las grandes religiones. Desclée de Brouwer, Bilbao, 2001.
[9] Entre las numerosas reformas emprendidas destaca la transformación del Santo Oficio en Congregación para la Doctrina de la Fe y la eliminación del índice de libros prohibidos en 1965.
[10] Durante su pontificado, Pablo VI condujo cuatro asambleas regulares del Sínodo de los Obispos y una extraordinaria. Las materias tratadas en ellas fueron: en la primera, de 1967, el nuevo código de Derecho Canónico; los seminarios; la reforma litúrgica; el ateísmo y los matrimonios mixtos. La segunda asamblea ordinaria reunida en 1971 trató el sacerdocio ministerial y la justica en el mundo. El tercer encuentro ordinario, en 1974, tuvo como tema la evangelización; y el cuarto, en 1977, se ocupó de la catequesis. En el año 1969 Pablo VI presidió la primera asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos que estuvo dedicada a la cooperación entre la Santa Sede y las conferencias episcopales.
[11] Mense Maio en 1965 y Christi Matri en 1966.
[12] Arzobispo francés conocido por su oposición al Concilio Vaticano II. 13 Juan Pablo II, Redemptor hominis, 1979.
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