Por: Guillermo Rochabrún
Debo a dos personas mi formación y mi perspectiva en las ciencias sociales: a Frits Wils y a Aníbal Quijano. Fui discípulo de ambos prácticamente en forma sucesiva; de Frits entre 1968 y 1970 en las aulas de la Pontificia Universidad Católica del Perú, y de Aníbal a partir de 1971, en su hogar y donde fuese menester. Weberiano el primero, marxista el segundo, pero sobre todo modelos de reflexión, de pensamiento crítico, de ejercicio insobornable de las ciencias sociales a través del razonamiento.
Así aprendí a apreciar a los grandes autores –y también a los no tan grandes- más que por sus ideas, por el fundamento de las mismas, haciéndose imperioso entenderlos, dominarlos, hacerlos nuestros, para ser incluso capaces de cuestionarlos. Y aprendí también a escuchar, a reaccionar ante la discrepancia, ante la novedad inesperada o incómoda, pidiendo al interlocutor que se explayase más, acompañándolo en su propio discurso, y llegar con él hasta sus últimas consecuencias. De esa forma, y sólo de esa forma mostraría sus reales fortalezas y debilidades. Frente a mí mismo yo no podría actuar de otra manera.
Fue con esas premisas que, a iniciativa de Aníbal, empecé a estudiar El Capital, obra que por entonces desconocía totalmente, y por la que debido a mi formación en la Sociología académica no había sentido ningún interés. Fue el inicio de un descubrimiento que luego de más de cuatro décadas sigue sin visos de terminar.
Pero ello estuvo acompañado de innumerables ejercicios de la misma naturaleza sobre la historia peruana, o sobre el pensamiento de Mariátegui. Eran los años iniciales del Gobierno Militar, de la sucesión de reformas, del ascenso de las organizaciones populares, de los debates sobre la “caracterización de la formación social peruana” y del Gobierno mismo. Fue un verdadero “laboratorio” en vivo y en directo, que en este “realismo fantástico” llamado Perú fue enfrentado por las izquierdas con un marxismo-creencia. Ese que existía solamente para “confirmar” lo que Marx (y Lenin, y Stalin, y Mao [y Trotski, y…]) siempre habrían sabido…¡¡La locura travestida de razón!!
Había sin embargo otra vena en Aníbal, de la que pronto me aparté, y de lo cual nunca sabré qué fue lo “correcto”. Es lo que llamaría su vena “mesiánica”: su convicción de que potencialmente había en las clases populares un sujeto histórico que era portador de liberación. Este era un término que él no empleaba; lo menciono porque creo que es el que mejor expresa el horizonte hacia el cual él miraba. Aquel mundo en el que soñaba Arguedas, y de cuya presencia en el imaginario de Quijano existe este temprano testimonio del gran novelista:
“¡Estoy feliz! Sentía los más oscuros temores respecto de esa novela [Los Ríos Profundos]. Pero me visitó hace tres días el joven Quijano que tradujo el artículo de Bourricaud sobre Yawar Fiesta; estaba conmovido. Me juró que Los Ríos Profundos lo había curado de su atroz pesimismo. Me dijo, más o menos, ‘mi generación es la del fracaso del APRA, la de la aparente quiebra del Perú traicionado; por eso somos amargos; pero es una amargura por la ignorancia del pueblo; su libro es la versión más intensa y hermosa del Perú y de sus fuerzas germinales’…Me dijo todo lo que había entendido de la novela ¡¡Era más de lo que yo me propuse!!” [1]
Cuando a mediados de los años 80 el movimiento sindical clasista peruano entró en una profunda recesión, y la izquierda estaba cercada entre Sendero Luminoso y el orden establecido, Quijano empezó a replantearse todo y llevó a cabo lo que denominé su “reinvención” [2]. Fue el origen de su planteamiento sobre la colonialidad del poder, término cuyo significado no es nada obvio. El “poder” es el orden capitalista mundial, y la “colonialidad” es la centralidad, la importancia decisiva que en los orígenes del capitalismo habría tenido lo que poco a poco se fue convirtiendo en su “periferia”. Corolario de esa colonialidad venía a ser el eurocentrismo: la versión según la cual el capitalismo y todo lo que es la modernidad europea, sería resultado de su propio desarrollo autónomo, relegando al resto a una posición receptora, subordinada y racialmente inferior.
En este planteamiento ¿cómo quedaba el marxismo, y en particular el pensamiento de Marx? Era imposible que Marx hubiese escapado inmune al eurocentrismo, a la vez que era claro que en la evolución de sus reflexiones lo fue haciendo. Era cuestión de repensar una y otra vez las viejas y nuevas evidencias, e ir desprendiéndose de los restos eurocéntricos, aunque posiblemente nunca podría hacerse del todo. Pero a decir verdad, al menos desde que conocí a Aníbal, su comprensión de Marx ya lo llevaba por caminos totalmente distintos a ese eurocentrismo inconsciente que es el evolucionismo unilinear de la sucesión de modos de producción. Pero llevaba además a la necesidad de razonar toda realidad desde sus propias determinaciones. Y para ello había que estudiar primero cuáles eran. No: el marxismo no daba conocimiento alguno, sino un método y algunas pistas para conocer. Ahí está en los textos de Aníbal, mucho antes de su “reinvención”, esa lucha por entender la especificidad de América. Como ejemplo vayan estas líneas, escritas en 1973 [3]:
“La consecuencia más resaltante de esta forma de enfocar el asunto es que algunas de las principales hipótesis recibidas…requieren ser retrabajadas a fondo, en un esfuerzo en que la explicación teórica esté necesariamente atravesada y construida por determinaciones históricas específicas” (p. 18)
“…las hipótesis históricas concretas de la teoría marxista del estado, organizadas sobre la base de la experiencia europea, pueden no ser suficientes para explicar y caracterizar la experiencia política de las sociedades colonizadas, ex-colonizadas o sometidas a las diversas formas específicas de dominación imperialista. No es la tesis central lo que está en cuestión. Son las hipótesis específicas derivadas de esa tesis, lo que debe considerarse en términos históricos. Esto es, la teoría debe atravesar la historia concreta, en el análisis de una sociedad y de un estado concretos.” (p. 60)
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