El Perú vive una de sus crisis más complejas en tiempos en los cuales, la vida misma pretende ser quebrada. Y quiero empezar este texto, con una de las discusiones que más afloran este escenario: la lucha contra la corrupción, específicamente, la corrupción política desde un punto de vista estructural.
Uno de los enfoques más habituales con el cual se aborda el tema, es el enfoque institucionalista: que se centra en el conjunto de medidas y normas que tendríamos que aprobar para combatirla y erradicarla. Sin duda, importante, pero se deja de lado muchas veces, la íntima conexión que mantiene el problema de la corrupción con el modelo económico y social que se viene aplicando en nuestro país desde los años 90.
Es obvio que, en sociedades más desiguales, se sufre más corrupción política y, a su vez, ésta es un fenómeno que estimula la desigualdad y un modelo económico que por una parte favorece a una élite muy reducida y por otro, estorba la competitividad en nuestra economía. El costo de la corrupción en el Perú equivale al 10% del presupuesto nacional, el 2% del PBI nacional. Pagamos como consecuencia de la corrupción: costos perdidos anualmente y los costos en términos de competitividad de nuestra economía que “alguien” tiene que asumir, porque las élites no pierden.
Esta realidad ha conducido a una mayoría ciudadana, a un divorcio con el sistema político nacional y no necesariamente por una postura apolítica, sino por impotencia. En primer lugar, son años de percepción de que los representantes políticos se parecen menos a los ciudadanos de a pie. Y en segundo lugar, por una sensación de impotencia hacia los que toman las grandes decisiones: poderes minoritarios y salvajes, y no las mayorías.
Este desencanto que encuentra asidero en los actuales escándalos de jueces, fiscales, audios, compra y venta de favores e inocencias, encubrimiento de corruptos por parte de un Congreso lapidado socialmente y con todos los méritos para ser cerrado; ha sido capturado (en parte) por el Gobierno quien ha planteado un Referéndum insustancial, pero que ha logrado despertar en parte de la ciudadanía, simpatía por su hábil respuesta a un fujimorismo desbocado.
Pero hay un elemento más y es que el corazón de nuestro pacto social y político, han sido precisamente los más atacados y los más golpeados durante los años que viene siendo implementado este modelo económico-social desigual y que en esta crisis, siguen siendo los mismos: las y los trabajadores. No sólo golpeados en términos de justicia social o salarial, sino en términos de democracia. Y en particular por las últimas reformas laborales que estrechan hasta casi eliminar, para las actuales y nuevas generaciones, el derecho a la negociación colectiva, el derecho a estar sindicalizado y el de ser sujeto de derecho en su centro laboral.
Los efectos de esta situación es una democracia enferma, porque un agente de democratización como son las organizaciones sindicales, tiene menos capacidad de defender sus derechos y para los que se incorporan por primera vez al mercado laboral se pretende pulverizar el derecho a tener derechos o donde se libran luchas duras contra la posibilidad de organización sindical. Y a su vez, porque ha permitido profundizar un modelo económico inhumano, en el que la competitividad no se gana mejorando los niveles de vida de los trabajadores, sino por medio de la precarización de sus vidas.
El nivel de entendimiento de los economistas liberales de nuestro país, recae en defender la devaluación de los salarios como camino para el desarrollo de una economía sostenible. Eso explica la incapacidad de poder competir contra países emergentes de la región que en situaciones económicas solventes (como las que tuvimos nosotros con los minerales), no hacen reposar esos sobrecostos, sobre las espaldas de sus trabajadores, sino sobre el desarrollo de un modelo económico de ancha base, sobre un Estado que asume su función redistributiva y que ayuda a la industrialización de su economía. Pero el camino emprendido en el Perú es en el que la competitividad descansa única y exclusivamente en las virtudes del capital privado y sobre las espaldas de los trabajadores. Esas decisiones no son solo injustas, sino ineficaces, porque se sostiene sobre un modelo económico que tiene vida corta, y sobre un modelo social que impide la cohesión social y fomenta el comportamiento individualista: caldo de cultivo para que la corrupción acreciente la cultura de la desorganización social.
Esta crisis, lo que está haciendo es quebrarnos la vida que se manifiesta en la dificultad de hacer planes a futuro, porque hablar de futuro es incierto. Nos quiebra la capacidad de organizar y delegar a las generaciones futuras, proyectos de vida que les aseguren que a través del trabajo tienen derecho a una vida digna. Y es este quiebre de la vida, la que defiende la crisis de régimen actual, porque es su sentido de existencia y sostenimiento.
Recalco que es importante relacionar el problema de la corrupción con el problema del actual modelo económico estrecho, con la elitización de la representación en el sistema político. La corrupción ha sido el mecanismo por el cual, han sido capaces de ponerse por encima del sistema democrático y por tanto la solución de la corrupción pasa por el restablecimiento de esos controles democráticos y por la construcción de una nueva Constitución que exprese las necesidades del país de hoy y rompa esos candados que impiden las grandes reformas. Ese nuevo pacto social, si se quiere llamar así, no se puede hacer de espaldas a los trabajadores, sino todo lo contrario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario