El Vaticano en la Bienal de Venecia.
En el proceso de investigación y diseño del Santuario para la Divina Misericordia, obra de la Iglesia de Santiago para conmemorar el Bicentenario, el autor junto a su equipo se sorprendieron al encontrar una unidad de criterio tan definida, y una línea de indicaciones y recomendaciones continuas y perseverantes a través de los papados desde mediados del siglo XX en adelante. Con motivo de la presentación de la Santa Sede en la Bienal de Arquitectura de Venecia, tal vez el evento más importante para el mundo artístico occidental, este artículo ofrece unas pinceladas de lo que ha sido la relación entre Fe, arte y arquitectura en el mundo católico contemporáneo, así como las indicaciones e iniciativas del Magisterio al respecto.
La Santa Sede participa este año, por primera vez, en la Bienal de Arquitectura de Venecia con un extraordinario panel de 10 destacados arquitectos de todos los continentes, encabezados por los premios Pritzker de arquitectura, el británico Norman Foster, y el portugués Eduardo Souto de Moura. Completan la lista el chileno Smilian Radic y siete profesionales de renombre mundial.
Cada arquitecto diseñó y construyó una capilla de cerca de 10x7 metros, inspirada en la idea de la peregrinación, en medio de un bosque en la isla de San Giorgio, frente al palacio de Los Dogos, al otro lado del canal. La muestra creada por el italiano Francesco Dal Co estará abierta entre el 25 de mayo y el 25 de noviembre. En el culto cristiano, estas capillas son propiamente templos a una escala menor que una iglesia. En ellas se encuentran dos componentes fundamentales de la Liturgia Cristiana: el ambón o púlpito y el altar, o sea, las expresiones de la Palabra y el Sacrificio Eucarístico.
“El proyecto Vatican Chapels es una especie de peregrinación no solo religiosa sino también laica, para descubrir la belleza, el silencio, la voz interior y la fraternidad humana”, señaló el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio para la Cultura.
Es destacable el hecho de que la muestra no es solo de planos y maquetas: son diez obras construidas, posibles de visitar, recorrer, y utilizar como lugares de encuentro con Dios en la oración personal y la acción litúrgica comunitaria. Tal como lo expresó el cardenal Ravasi en la presentación del proyecto Vatican Chapels durante marzo de este año, “están en ellas encarnadas una pluralidad de sociedades y culturas, confirmándose en ello la ‘catolicidad’, es decir, la universalidad de la Iglesia”. Llegaron así a la isla, arquitectos europeos, asiáticos, latinoamericanos, australianos y norteamericanos, que manejando lenguajes arquitectónicos diversos, tienen en común su contemporaneidad y genio artístico.
El enfoque del proyecto es claro, explícito y lleva a cabo una inversión respecto al pasado reciente: “A partir del siglo pasado se había realizado, en efecto, un lacerante divorcio entre arte y fe. Ambos habían sido en realidad largo tiempo hermanos a tal punto que Marc Chagall no titubeó en decir que “por siglos los pintores habían mojado el pincel en el alfabeto de colores que es la Biblia”, el “gran código” de la cultura occidental, como la definía otro artista: William Blake. Por un lado, el arte había abandonado el Templo y el artista olvidado la Biblia sobre el estante polvoriento del pasado, pues se había iniciado en la larga vía “laica” y secular de la modernidad, evitando frecuentemente recurrir a figuras, símbolos, narraciones y palabras sacras. Más aun, el artista con no poca frecuencia consideró el mensaje bíblico como un cabestro ideológico y se dedicó a sus ejercicios artísticos cada vez más elaborados y autorreferenciales”, explica el cardenal Ravasi.
Por otro lado, mucha teología se centró casi exclusivamente en la espe-culación sistemática que cree no necesitar signos o metáforas, y relegó en el depósito del pasado el gran repertorio simbólico cristiano. Continúa el cardenal Ravasi: “En el ámbito eclesial se recurrió predominantemente a repetir modelos, estilos y géneros de épocas precedentes en un decadente historicismo o, peor aún, levantó modestas edificaciones sacras privadas de espiritualidad, belleza y diálogo con los nuevos lenguajes artísticos y arquitectónicos que mientras tanto se estaban elaborando”.
Justamente ante esta situación renació el deseo de un nuevo encuentro entre arte y fe, dos mundos que en siglos anteriores casi se sobreponían y que ahora, en cambio, se consideran recíprocamente extraños. Se trata de un camino ciertamente arduo y complejo, que se nutre todavía de mutuas sospechas e incertidumbres, incluso de temores por posibles degeneraciones. Es un diálogo que en arquitectura ya registró etapas significativas y que a nivel general tuvo un nuevo inicio a mediados del siglo pasado, no solo mediante la obra de teólogos sino a través del Magisterio oficial de la Iglesia.
La iniciativa la tomó Pablo VI en el encuentro en 1964 en la Capilla Sixtina con su relevante mensaje a los artistas. Continúa con la carta que les dirige en 1999 San Juan Pablo II y sigue con el encuentro con Benedicto XVI, también en la Capilla Sixtina en 2009.
Hoy, el Papa Francisco, a través de su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium(167) renueva la llamada vía pulchritudinis, o sea, la belleza como vía hacia el Creador, apoyándose en San Agustín, según el cual “no amarás sino lo que es bello”. En ella, el Papa exalta “el uso de las artes en su tarea evangelizadora en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus expresiones actuales en orden a transmitir la fe en un nuevo lenguaje parabólico”. Concluye el Papa Francisco, “hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros” (EG 167).
La invitación que hace hoy la Santa Sede es la continuación de estos esfuerzos, entendiendo que evangelizar con el arte es hacer cultura a través de la imagen, como dice Benedicto XVI en su Carta a los artistas en el 2009: “El patrimonio cultural de la Iglesia tiene como último fin su dimensión evangelizadora”.
El desafío de estas iniciativas es tan atrayente como grande: abrir caminos en la creatividad manifestada en nuevos templos que iluminen la fe del hombre moderno. Obras que reúnen la belleza y dignidad de las mejores obras del pasado, pero elaboradas con un lenguaje contemporáneo e imágenes elocuentes que fomenten en los jóvenes y ciudadanos de hoy, el sentido y pertenencia y el encuentro en lo posible “a través de la belleza, del mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios”, como enfatiza la Carta de Benedicto XVI a los artistas.
Si miramos en profundidad, vemos hoy al arte cristiano en una de sus mayores encrucijadas en la historia, y esta crisis hunde sus raíces en una situación que desborda el ámbito artístico. El problema de fondo es que la cultura ha dejado, en gran parte, de ser cristiana. En la historia de Occidente no siempre los arquitectos y artistas fueron creyentes, pero sí lo era el contexto cultural y social del que se nutrían.
El artista difícilmente puede aislarse de la sociedad en que vive, pues tiene la capacidad y necesidad de percibir la cultura como algo vivo, orgánico, fuente y medio de la creatividad.
El sacerdote Marie-Alain Couturier, figura emblemática en la relación del catolicismo y el arte moderno, en su artículo “Sur Picasso et les conditions actuelles de l’art chretien” (en “L’Art sacré”, abril 1937), lo resume con claridad: “Las causas principales de la decadencia del arte sagrado no son de orden artístico, son de orden religioso (...) no hay posibilidad de arte cristiano cuando no hay una civilización cristiana. Esta situación trajo como consecuencia que el artista comenzó a nutrirse de otras fuentes menos altas, menos puras, pero con las que, sin embargo, vemos que se ha renovado, y esta renovación es una de las más ricas que se han dado en la historia del arte”. Couturier, que se acercó a grandes arquitectos y artistas de mediados del siglo XX declara: “desde un punto de vista eclesial, es claro que en los ambientes católicos hay un aislamiento con respecto a la cultura contemporánea y por ende al arte concebido por ella. Estos ambientes, laicos o clericales, no son muchas veces susceptibles de concebirlo o incluso comprenderlo. Menos aún, hacer trabajar a los artistas para la Iglesia. Por otra parte, el arte contemporáneo presenta grandes dificultades para adaptarse a las exigencias del arte sagrado. Aunque las fuerzas de la intuición y la sensibilidad hayan alcanzado una agudeza prodigiosa a la que nunca se había llegado, muchas veces el tema de las obras ha quedado reducido a sus medios más simples de expresión, a sus puros elementos formales de líneas, colores y volúmenes”.
Vistos los resultados de los siglos XIX y XX, es claro que el arte cristiano no ganó nada con aislarse del arte contemporáneo. O se transformó en un estilo edulcorado y sentimentaloide o recurrió a una mentalidad arqueológica de repetición de fórmulas antiguas. Estas tuvieron su razón de ser en el pasado, cuyo mundo las generó, pero hoy carecen de la vitalidad propia de un arte nacido de una cultura viva, que hable y promueva un sentimiento de pertenencia en las generaciones actuales. Como la Gracia, que no existe sola, sino que necesita una realidad natural en la que encarnarse para elevarla, el arte dedicado a lo sacro requiere partir de esa realidad viva que es la cultura de su tiempo, para hablarle en su propia lengua al hombre de hoy del mensaje trascendente de siempre, pues como dice Francisco en su entrevista a Dominique Wolton, “los criterios de la tradición no cambian, lo esencial no cambia, pero ella crece, ella evoluciona”.
La vuelta de tuerca a esta situación comienza por acercarse al arte y la arquitectura contemporáneas, descubrir en ellas artistas y caminos que logren, por medio de la belleza y calidad de sus obras, conmover y “hacer perceptible, más aún fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios” (Benedicto XVI, reunión con los artistas en la Capilla Sixtina, 2009).
Preceden a esta contundente acción en la Bienal de Venecia, múltiples iniciativas nacidas principalmente en la Francia del siglo XX. El Padre Marie–Alain Couturier cultivó amistad con connotados arquitectos y artistas con los que promovió construcciones de extraordinaria calidad plástica. Talentos indiscutibles como los de Le Corbusier, Matisse, Chagall, Fernand Léger y Bernard Buffet, recibieron y aceptaron por su consejo importantes encargos: el monasterio dominico de la Tourette (1959–1961); la Capilla de Vince (1948–1951); la Iglesia de Notre Dame–de–Toute–Grace en Asy (1937–1946), que reúne obras de Roualt, Léger, Bonnard, Braque, Chagall y Matisse; y la Iglesia de St. Martin en Donges (1955–1957).
En Chile, en esos mismos años, y en la misma línea, dos jóvenes arquitectos y monjes benedictinos, Martín y Gabriel, proyectan el monasterio Benedictino de Las Condes, obra moderna de gran calidad y trascendencia para la arquitectura nacional y latinoamericana, cuya vigencia perdura hasta hoy.
Más adelante y hacia el fin del milenio, la Iglesia impulsa muchas obras e iniciativas con el mismo objetivo, entre las que sobresalen el encargo de la Santa Sede para la Iglesia del Jubileo en Roma al destacado arquitecto Richard Meier; la Catedral de San Francisco en Estados Unidos, del español Rafael Moneo; la Iglesia del Santo Volto en Turín, del suizo Mario Botta; la Parroquia de San Josemaría Escrivá, del mexicano Sordo Magdaleno en Ciudad de México en el 2009; y la Parroquia St. Jacques-de-la-Lande, del Portugués Álvaro Siza (2015), entre muchas otras. Algunos de sus autores creyentes, otros no, pero dispuestos a realizar obras con un sentido orientado a lo trascendente y asumir tal vez el desafío de mayor exigencia intelectual, artística y espiritual para un arquitecto, pintor, vitralista o escultor.
Las palabras de San Juan Pablo II son especialmente luminosas respecto a esto: “La Iglesia necesita de arquitectos, porque requiere de lugares para reunir al pueblo cristiano y celebrar los misterios de la salvación. (…) muchos arquitectos de la nueva generación se han fraguado teniendo en cuenta las exigencias del culto cristiano, confirmando así la capacidad de inspiración que el tema religioso posee, incluso por lo que se refiere a los criterios arquitectónicos de nuestro tiempo. En efecto, no pocas veces se han construido templos que son a la vez lugares de oración y auténticas obras de arte” (San Juan Pablo II. Carta a los artistas, 1999).
Couturier, quien trabajó con ellos hasta su muerte, precisa audazmente: “en los verdaderos artistas las intuiciones espirituales propias de los genios suplen en ellos las insuficiencias de la fe. Las condiciones ideales del arte sacro las posee el artista de genio que también es un santo. En su ausencia, más vale para la salud del arte cristiano, el genio sin fe que el cristiano sin talento”. Reconoce, sin embargo, “que no cualquier artista tiene posibilidad de realizar esa tarea. Hay algunos más indicados que otros. Las condiciones que deben reunir están emparentadas con su conocimiento y sintonía con el cristianismo. A su vez, quienes guían sus obras deben proporcionarles ideas y temas. El artista, personalmente, debe hacer un camino para embeberse del sentido y la finalidad de la obra que tiene en sus manos”.
La participación en la Bienal de Venecia es un paso más, y señal más que contundente de la importancia, enfoque e intención que el Magisterio de la Iglesia da a esos signos visibles de la fe en el mundo, como son sus templos y sus obras de arte, actores relevantes en la evangelización de la vida y cultura de nuestro tiempo.
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