Por: Carlos Contreras, historiador
Quien esto escribe era un escolar cuando ocurrió el golpe militar del 3 de octubre de 1968. Recuerdo la emoción que sentí al enterarme de lo que había ocurrido en Palacio de Gobierno esa madrugada, por boca del director del colegio, un robusto fraile mercedario que reunió a los alumnos en el patio antes de licenciarnos por el resto del día. ¡Un golpe militar! ¡Como los de Sánchez Cerro y Odría, de los que había escuchado hablar a mis padres y tíos y habían marcado, hasta cierto punto, sus vidas! ¿Sería este el mío? Casi nadie sabía quién era ese general Velasco que presidía la Junta de Gobierno. Sin embargo, este gobierno militar iba a ser muy diferente a los anteriores. En vez de irrumpir en el escenario político para resguardar los intereses de las élites, se caracterizó por cuestionar su papel en el desarrollo nacional, proponiéndose un conjunto de “reformas estructurales” llamadas a cambiar el destino del país.
El gobierno de Juan Velasco Alvarado (1968-1975) lidera, probablemente con el de Fujimori (1990-2000), la lista de regímenes más controvertidos de la historia del Perú contemporáneo. Hasta cierto punto son como dos caras de una moneda, ya que lo que uno construyó (el Estado interventor, las empresas públicas, el monopolio estatal de las divisas, el proteccionismo de la industria, el colectivismo agrario), el otro desmontó, y la política de sus gobiernos aparecen, respectivamente, como los referentes históricos más cercanos de la experiencia del socialismo y el liberalismo en el Perú.
En nuestros días es habitual, en muchos sectores, cuando se evoca la experiencia del gobierno militar, condenar su origen dictatorial o no democrático, pero valorar positivamente sus reformas como modernizadoras, redistributivas o necesarias. Quisiera cuestionar aquí ambas ideas. Para lo primero, es importante ubicar los hechos en su contexto histórico. Para mediados del siglo pasado la fórmula republicana de alternancia en el poder mediante elecciones competitivas no se había aún consolidado. Como en toda América Latina, se hacían elecciones en épocas “normales”, pero en las coyunturas críticas o cuando los partidos civiles no alcanzaban un consenso político, los militares salían a escena a sacar las papas del fuego y a permitir que, más adelante, las reglas del juego democrático pudiesen volver a funcionar.
De otro lado, dentro de los círculos que aspiraban a grandes reformas primaba la idea de que el sistema político formal las mantenía bloqueadas por tiempo indefinido. La oligarquía, para ellos, mantenía un control férreo sobre quiénes podían ser ciudadanos, candidatear, ganar las elecciones y, una vez en el sillón presidencial, tener un poder efectivo. En el Perú de los años sesenta, por ejemplo, los campesinos, que eran los más perjudicados por el desigual reparto de la riqueza, no podían votar, por ser en su mayoría analfabetos. Esto hacía que la única vía para introducir las reformas trascendentes tuviese que ser saltándose las reglas de la democracia formal o “burguesa”. Eso era, claro, la revolución. Los grandes avances en la historia de la humanidad se habían conseguido mediante luchas revolucionarias.
Probablemente tales ideas nos resulten hoy equivocadas y, a los mayores de 50, nos traen la nostalgia de otros tiempos, pero era la forma como se pensaba la política en amplios sectores sociales. Producido el “putsch” del 3 de octubre no ocurrió entonces (como tampoco en 1992, cuando se cerró el Congreso) una corriente de repulsa hacia los usurpadores del poder. Hubo temores, expectativas, ilusiones. La nacionalización del petróleo, producida unos días después, atrajo respaldo hacia el régimen, y la reforma agraria emprendida en el año siguiente tuvo opiniones divididas en cuanto a sus alcances y aplicación, pero no dejó de gozar de cierto consenso.
Las reformas desarrolladas por el gobierno militar se desplegaron en campos muy diversos. Las emprendidas en el ámbito de la economía no tuvieron, en general, un resultado positivo. Tal vez escaseaban los economistas en el Perú, o los datos necesarios para planificar el desarrollo, pero la estatización del sector exportador y de sectores considerados “estratégicos”, la prohibición o encarecimiento de las importaciones y el régimen de precios oficiales para los bienes “básicos” no sirvió ni para aumentar la productividad ni para reformar la estructura de la economía de una forma sostenible. Se trató de la aplicación de modelos ensayados en los países más grandes de Latinoamérica, en los que su mayor población, superior infraestructura y mejores conexiones comerciales pudo darles un mayor sentido y ganancia. Entre nosotros su legado más duradero fue introducir la inseguridad en la propiedad, que alejaría la inversión por décadas.
Fue probablemente en los campos de las relaciones internacionales, las transformaciones sociales y la cultura donde el experimento velasquista se mostró más fructífero. El escenario de la Guerra Fría permitía a los países pequeños como el nuestro jugar con la competencia por ganar aliados, existente entre los dos grandes bloques. Fue una carta que el gobierno puso en práctica, permitiéndole negociar mejores condiciones para el comercio internacional o las obras de infraestructura. De otro lado, la oficialización del quechua, el fin de la servidumbre en el campo (el yanaconaje) que llegó con la reforma agraria, junto con la revaloración de la cultura andina, ciertos elementos del programa educativo y el ascenso de la figura de Túpac Amaru al concierto de las grandes figuras de nuestra historia, fueron una corriente de aire fresco en una nación que parecía desdeñar sus antecedentes culturales más valiosos y originales. En un país cuyos héroes habían sido hasta entonces hombres blancos y barbados, la erección como tal de un rebelde de pelo hirsuto y barbilla lampiña, cuyo retrato preside hasta el día de hoy el salón más linajudo del palacio de Pizarro, fue un saludable revulsivo.
La herencia política del velasquismo no tuvo frutos en el corto plazo. Los candidatos presidenciales que enarbolaron su legado como carta distintiva en las elecciones ocurridas a partir de 1980 obtuvieron magros resultados. Ya en este siglo Humala pudo capitalizar cierto sentimiento nacionalista, nostálgico quizás del velasquismo, en sus incursiones electorales del 2006 y 2011. Ciertamente, el golpe militar del 68 marcó mi vida, como la de todos los peruanos.
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