El fatalismo hispánico es algo atávico y se desconoce su punto de origen. Lo que sí sabemos es que alcanzó sus cumbres más altas poco después del desastre de 1898, con la pérdida de las últimas colonias. Por ello no debe extrañarnos que en las décadas siguientes, cerebros de talla universal como nuestro Ortega y Gasset escribiesen aquello de “Somos una raza desmoralizada y hasta que no nos reeduquemos todo será en vano”.
A pesar de que con la Entrada en la Unión Europea en la década de los 80 del siglo pasado, nos hemos ido desprendiendo poco a poco de buena parte de ese fatalismo, aún siguen ocurriendo “cosas misteriosas” que a más de uno le hace desesperarse. Sucedió, por poner un ejemplo totalmente intrascendente, en 2010 tras el mundial de fútbol de Sudáfrica que ganó la roja. Aquel año, por primera vez, ningún jugador de la selección vencedora se llevó el balón de oro como era costumbre hasta entonces.
Afortunadamente la depresión no ha hecho mella en nosotros, y es que a pesar de todo, tal y como apunta la línea que Valle Inclán escribió para su personaje Don Filiberto en ‘Luces de bohemia’: “En España podrá faltar el pan, pero el ingenio y el buen humor no se acaban”.
Pero dónde empezó esta sensación de que “la historia nos toma el pelo”. Retrocedamos al pasado, cuando España era un país recién creado y cierto navegante genovés se las apañó para que Isabel y Fernando, los reyes católicos, financiasen una campaña de expediciones destinadas a encontrar un atajo hacia las Indias (Asia) mar adentro. Si como los sabios de su tiempo parecían indicar, la Tierra era redonda, “solo” había que atravesar el océano para llegar a las Molucas (actual Indonesia) y cargar todas las especias que pudieran. De este modo se podría burlar el bloqueo de las rutas tradicionales (como la abierta por Marco Polo) llevado a cabo por el Imperio Otomano.
Obviamente había todo un continente nuevo por descubrir antes de llegar a Asia, y aunque Colón siguiese ignorando que lo que pisaba eran islas de un “Nuevo Mundo”, por si acaso tomaba posesión de ellas en nombre de la corona de España. (Algo en las coordenadas le indicaban que allí pasaba algo raro).
Pero si todo el mundo recuerda la gesta del Almirante, y en su honor hoy existen países, estados y ciudades por todas las Américas que reciben su nombre, ahí están la nación de Colombia, la capital de los Estados Unidos llamada oficialmente “District of Columbia” (aunque es más conocido como Washington D.C.) o la Columbia británica (una de las 10 provincias de Canadá), entonces ¿por qué conocemos al Nuevo Mundo como América y no enteramente como Colombia?
Ese, en mi opinión, es el punto de partida del fatalismo hispano. De nada sirvieron las heroicas expediciones en condiciones precarias a bordo de sus carabelas, al bueno de Colón terminó por robarle la cartera (de forma involuntaria, todo hay que decirlo) un explorador italiano llamado Américo Vespucio.
¿La razón? Por su propio interés, Colón mantuvo hasta el día de su muerte que la tierra que había descubierto era realmente Asia, mientras que Vespucio fue uno de los primeros (tal vez incluso el primero) exploradores en declarar que el nuevo mundo era en realidad una entidad enteramente nueva. (Siempre desde el punto de vista de los europeos, claro).
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