POR PALABRAEL 2
JULIO, 2018/
Se cumplen 50
años de la encíclica Humanae Vitae, publicada por el beato Pablo VI el 25 de
julio de 1968. El Papa trató sobre el amor y la sexualidad en el matrimonio, y
anunció con visión profética consecuencias si se desnaturalizaba el amor
conyugal, al separar las dimensiones unitiva y procreadora.
Doctor en
Medicina por la Universidad de Lovaina y en Teología Moral por la Universidad
de la Santa Cruz
Todos soñamos con
un gran amor. Todos aspiramos al ideal de fundar una familia unida (o de
responder a la llamada de Dios con el don total del celibato). Todos pensamos
que ahí se encuentra la clave de la felicidad. Pero, como dice el Papa
Francisco en Amoris laetitia, “la palabra ‘amor’, una de las más utilizadas,
aparece muchas veces desfigurada” (89). Muchas personas hablan del amor sin
saber bien de qué se trata. Por eso es esencial hacerse una idea verdadera del
amor, por la experiencia y también por la oración y la reflexión.
No decía otra
cosa la encíclica Humanae Vitae, publicada en 1968 por el Papa Pablo VI, cuando
en su n. 9 afirmaba que “es de suma importancia tener una idea exacta del amor
conyugal”. No podemos malograr nuestra vida -o hipotecar el porvenir de las
personas que nos han sido confiadas- equivocándonos sobre el amor verdadero: “Engañarse
a sí mismo en el amor es lo más espantoso que puede ocurrir, constituye una
pérdida eterna, de la que no se compensa uno ni en el tiempo ni en la
eternidad” (Sören Kierkegaard).
Mensaje actual
Por este motivo,
cincuenta años después, el mensaje de Humanae Vitae sigue siendo muy actual.
Esta encíclica no trata simplemente de la contracepción; es sobre todo la
ocasión para afirmar de manera decisiva la grandeza sublime del amor humano,
imagen y semejanza del Amor divino. En el momento de su aparición, este
documento suscitó una larga serie de debates y numerosas tensiones. En muchos
cristianos ocasionó perplejidad e incomprensión. Algunos rompieron entonces con
la Iglesia: ya sea porque rechazaban explícitamente su enseñanza, porque
abandonaron la práctica religiosa, o porque intentaron vivir la fe de espaldas
a la Iglesia.
Desde entonces,
ha pasado mucha agua bajo los puentes. Los espíritus se han calmado, a menudo
pagando el precio de la indiferencia. Hoy se puede examinar la cuestión con más
serenidad y, a mi juicio, tenemos el deber de hacerlo: está en juego la
coherencia de nuestra vocación humana y cristiana.
El Papa Francisco
nos invita a hacerlo cuando habla de “redescubrir el mensaje de la encíclica
Humanae Vitae de Pablo VI” (Amoris laetitia, 82 y 222). San Juan Pablo II había
animado ya a los teólogos a “profundizar en las razones de esta enseñanza [de
la Humanae Vitae] que es uno de los deberes más urgentes para quien está
comprometido en la enseñanza de la ética o en la pastoral familiar. De hecho,
no es suficiente proponer fiel e íntegramente esta enseñanza, sino que es
necesario que se muestren también sus razones más profundas” (Discurso,
17-09-1983).
Esta
profundización es particularmente necesaria ya que la ideología del free sex
(sexo libre) nacida en esos mismos años 1960, no parece haber liberado la
sexualidad. Un número creciente de mujeres están cansadas de la píldora y de
sus muchos efectos secundarios en su cuerpo y su psiquismo. Ven cada vez más la
contracepción como une imposición del mundo masculino.
Contraconcepción
A escala de las
relaciones internacionales, el control de los nacimientos se ha convertido en
un arma en manos de los países ricos, que lo imponen a las naciones
desfavorecidas a cambio de su ayuda económica. Al mismo tiempo, en esos mismos
países desarrollados, profundamente marcados por la mentalidad contraceptiva,
la demografía conoce una caída dramática, que pone a Occidente frente a
inmensos desafíos. En fin, muchos moralistas piensan que el “lenguaje
contraceptivo” falsea la comunicación entre los esposos hasta el punto de
fomentar la explosión del número de divorcios.
Paralelamente a
esta evolución, desde 1968, muchos filósofos y teólogos han trabajado en una
mejor comprensión de la doctrina de Humanae Vitae. Por otra parte, el
magisterio de san Juan Pablo II ha constituido una contribución esencial a esta
reflexión, y también han contribuido Benedicto XVI y Francisco.
¿Por qué
reacciones tan vivas?
La acogida
mitigada que tuvo Humanae Vitae se explica en parte por el contexto histórico
en que apareció la encíclica. La Iglesia se encontraba entonces en el comienzo
del periodo que se llamó posconciliar. La sociedad civil atravesaba la época
revuelta de mayo del 68, y el mundo vivía en la psicosis de la superpoblación.
El documento se
había hecho esperar. Sus recomendaciones recusaban las conclusiones de un grupo
de especialistas renombrados (el grupo llamado “de la mayoría”, que se separó
del resto de la Comisión pontificia para los problemas de la familia, la
natalidad y la población, creada por san Juan XXIII en 1962), cuyo informe
sería objeto de una filtración a muchos periódicos en abril de 1967.
Pero ese contexto
no explica todo. Es sobre todo la problemática abordada por Humanae Vitae lo
que está en cuestión. Pues se trata de asuntos fundamentales que conciernen a
cada uno: el amor humano, la significación de la sexualidad, el sentido de la
libertad y de la moral, el matrimonio.
En la Iglesia, la
contracepción es reprobada desde los primeros siglos del cristianismo (en la
encíclica Casti Connubii, de 1930, Pío XI habla de “una doctrina cristiana
transmitida desde el origen y nunca interrumpida”). Sin embargo, hasta finales
de los años 1950, se había identificado siempre -de forma más o menos confusa-
con el onanismo (coitus interruptus) o con los medios mecánicos que impiden el
desarrollo normal del acto sexual (preservativo, diafragma, etc.). Pues los
progestágenos, descubiertos en 1956, hacen infecunda a la mujer sin interferir
-al menos aparentemente- en el desarrollo del acto sexual. Considerado desde el
exterior, un acto sexual realizado con o sin la píldora es exactamente el
mismo.
La cuestión
precisa que se planteaba en 1968 era la siguiente: ¿merece la píldora que se la
llame “contracepción”? Para un cierto número de teólogos, la respuesta era y
sigue siendo negativa, porque la píldora no perturba el acto conyugal en su
desarrollo “natural”. Más aún, ven en la contracepción hormonal una confirmación
de la dignidad humana, llamada a sacar partido de las leyes de la “naturaleza”
por medio de su inteligencia. ¿Pero qué significan “natural” y “naturaleza”
cuando se habla de la persona humana?
¿Qué ha cambiado
desde 1968?
El beato Pablo VI
escribió una encíclica bastante corta, cuyo contenido está centrado sobre una
especie de axioma, que reposa sobre un simple hecho: por su naturaleza, por la
voluntad del Creador, el acto conyugal posee una dimensión unitiva y una dimensión
procreadora, que no se pueden separar. Como todo axioma, éste no es objeto de
una demostración. Los argumentos que lo sustentan llegarán más tarde,
esencialmente durante el pontificado de san Juan Pablo II.
Se ha dicho a
menudo que Humanae Vitae era un documento profético, a causa de su número 17,
donde el Papa Pablo VI anuncia las consecuencias posibles del rechazo de la
visión del amor proclamada por la Iglesia. Impresiona releer hoy ese número 17:
el anuncio del aumento de la infidelidad conyugal, del descenso generalizado de
la moralidad, de la dominación creciente del hombre sobre la mujer, de las
presiones de los países ricos sobre los países pobres en materia de natalidad…
Todo esto se ha verificado.
Profética
Pero Humanae
Vitae es profética, a mi juicio, sobre todo a causa del axioma que la encíclica
ha puesto como fundamento de toda su reflexión: no se pueden separar las
dimensiones unitiva y procreadora del acto conyugal sin desnaturalizar el amor
entre los esposos. Este principio había sido ya evocado por Pío XI, pero fue
Pablo VI quien lo puso en la raíz de su visión sobre el amor conyugal.
El pensamiento de
Karol Wojtyla/Juan Pablo II ha contribuido mucho a explicar y enriquecer esta
visión. Desde 1960, con su célebre libro Amor y responsabilidad, centró el
debate sobre la persona humana y su dignidad, de manera particular sobre su
vocación a hacer de sí misma un don desinteresado. La “ley del don” es para el
Papa polaco todo el fundamento de la ética del matrimonio, de su unidad, de su
indisolubilidad, de la exigencia de fidelidad y de la necesaria verdad de cada
acto conyugal.
Karol Wojtyla,
como padre conciliar, contribuyó a la redacción de la Constitución pastoral
Gaudium et Spes, sobre todo a la parte que trata del matrimonio. Con un grupo
de teólogos polacos, envió un memorándum sobre la cuestión de la regulación de
la natalidad al Papa Pablo VI en febrero de 1968, unos meses antes de la
publicación de la encíclica.
Entre septiembre
de 1979 y noviembre de 1984, siendo ya Papa, dedicó 129 catequesis de los
miércoles a lo que ha sido llamado la “teología del cuerpo”, un conjunto de
“reflexiones que […] pretenden constituir un amplio comentario de la doctrina
contenida […] en la encíclica Humanae Vitae” (san Juan Pablo II, Audiencia
28-02-1984).
También tomó la
iniciativa de numerosos documentos que tratan ampliamente o hacen referencias
importantes a la moral conyugal y a la defensa de la vida: la exhortación
apostólica Familiaris Consortio (1981), la instrucción Donum Vitae (1987) sobre
el respeto de la vida humana naciente y sobre la dignidad de la procreación, el
Catecismo de la Iglesia católica (1992), la encíclica Veritatis splendor (1993)
sobre la moral fundamental, la Carta a las familias (1994), la encíclica
Evangelium Vitae (1995), etc.
La castidad es
libertad
Este magisterio
de Juan Pablo II ha contribuido a clarificar una serie de puntos esenciales en
el debate sobre Humanae Vitae.
En primer lugar,
se puede señalar la noción de persona como “totalidad unificada” (Familiaris
Consortio, 11): no se puede comprender la visión cristiana del matrimonio con
una visión dualista del hombre, donde el espíritu representaría la persona
mientras que el cuerpo no sería mas que un apéndice, un “instrumento” al
servicio del espíritu. Nosotros somos un cuerpo y el matrimonio es la vocación
a donar la “totalidad unificada” que somos, de manera que se forme “una sola
carne”.
Después, se puede
indicar la noción de castidad, entendida como integración de la sexualidad en
la persona, como integridad de la persona con vistas a la integralidad del don
(Catecismo de la Iglesia Católica, 2337): el acto conyugal no es moralmente
bueno por el hecho de estar en conformidad con ciertas características
fisiológicas de la mujer; es bueno cuando es virtuoso, cuando la razón ordena
la tendencia sexual al servicio del amor. La castidad es libertad, dominio de
sí, señorío sobre la propia personalidad con vistas al don de sí, con la
riqueza de sus dimensiones fisiológicas, psicológicas y afectivas.
El papel de Veritatis
Splendor
Nunca se
insistirá demasiado sobre la aportación de la encíclica Veritatis Splendor de
san Juan Pablo II, documento que Benedicto XVI ha considerado como uno de los
más importantes del Papa polaco.
Veritatis
Splendor recuerda que la conciencia no es creadora de la norma, lo que
conduciría a la arbitrariedad y al subjetivismo, al postulado de “la
autonomía”, que prevalece en la mayor parte de los debates bioéticos en la
actualidad, donde el simple hecho de desear algo basta para justificarlo.
Veritatis Splendor recuerda que la conciencia es un heraldo, es decir, que
proclama une ley, plenamente asumida, aunque viene de Otro. La verdadera
libertad consiste en dirigirse hacia el bien por sí mismo, un bien que la
conciencia nos muestra, de la misma manera que una brújula indica el norte. La
conciencia es como una participación libre y responsable en la visión que Dios
tiene del bien y del mal.
El acto conyugal:
don total
La cuestión del
objeto del acto es igualmente fundamental para comprender lo que es el acto
conyugal. No es un simple acto sexual, porque en este sentido el adulterio y la
fornicación son también actos sexuales, lo mismo que el acto sexual
contraceptivo. Si el lenguaje emplea términos diferentes para un acto a primera
vista idéntico es porque, desde el punto de vista moral, un acto puede tener
una significación diferente, un “objeto” diferente, y este objeto es el primer
elemento que hay que considerar a la hora de juzgar la bondad de ese acto.
El acto conyugal
se define por la voluntad de significar, consumar o celebrar el don total de
una persona a otra. El acto sexual contraceptivo es la negación de esta
definición, porque la persona, al no dar su potencialidad procreadora, no se da
enteramente. Este punto es esencial para comprender la doctrina de Humanae
Vitae.
Y está, además,
ligado a las nociones de naturaleza humana y de ley natural, que están en el
núcleo de los grandes debates filosóficos actuales. Muchos de nuestros
contemporáneos rechazan la idea misma de “naturaleza”, en nombre de la
autonomía y de una cierta concepción de la libertad. Juan Pablo II hablaba del
rechazo “de la noción de lo que, de manera más profunda, nos constituye como
seres humanos, a saber, la noción de ‘naturaleza humana’ como ‘dato real’, y en
su lugar se ha puesto un ‘producto del pensamiento’ libremente formado y
libremente modificable en función de las circunstancias” (Memoria e identidad).
La teoría del género es una manifestación extrema de este rechazo.
Respetar la
naturaleza del hombre
Benedicto XVI se
preguntaba: ¿por qué reclamar respeto para la naturaleza ecológica y rechazar
al mismo tiempo la naturaleza más íntima del hombre? La respuesta: “La
importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de
la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar
seriamente un punto que -me parece- se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay
también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él
debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente
una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él
respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite
que no se ha creado a sí mismo. Así, y solo de esta manera, se realiza la
verdadera libertad humana” (Discurso en el Bundestag, 22-9-11).
Somos criaturas
La “verdadera
libertad humana” es una libertad creada, recibida encarnada, finita, inscrita
en un ser configurado por una naturaleza, un proyecto, unas tendencias: “No
caigamos en el pecado de pretender sustituir al Creador. Somos criaturas, no
somos omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser recibido como un don”
(Amoris laetitia, 56). Ser libre no consistirá nunca en querer liberarnos de
nuestra naturaleza, sino más bien en asumir personalmente, de modo consciente y
voluntario, las tendencias inscritas en ella. Una libertad dirigida contra
nuestra naturaleza “se reduciría al esfuerzo por liberarse” (Albert Chapelle).
Detrás de esta
objeción, se entrevé el cuestionamiento de nuestro origen. El rechazo de
nuestra propia naturaleza sería comprensible si cada uno de nosotros fuese la
consecuencia de un simple concurso de circunstancias, de un choque aleatorio de
moléculas, de una mutación o de un destino ciego, pues entonces nuestra
existencia sería absurda, sin proyecto ni destino. Habría razones para sublevarse,
para querer ignorar o transformar esta naturaleza, en lugar de recibirla como
un don.
Pero la realidad
es muy otra. En el origen de nuestra vida hay un Amor creador, el de un Dios
que, desde toda la eternidad, nos ha concebido y nos ha hecho surgir en el ser
en un momento dado de la historia de los hombres. Somos un fruto del Amor,
somos un don de la sobreabundancia de Amor infinito de un Dios que, por decirlo
así, crea seres con el único fin de derramar en ellos su Amor. “En él (en
Cristo) nos eligió (Dios Padre) antes de la creación del mundo para que
fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor” (Ef 1, 4).
Redescubrir la
libertad
Se trata de
redescubrir la verdadera libertad. El acto propio de la libertad es el amor.
Pero si, ante el amor, el primer acto de nuestra libertad consiste en rechazar
el don de nuestra naturaleza, en rehusar lo que somos, ¿cómo podremos poseer
ese “yo” que rehusamos asumir? Y si no nos poseemos, ¿cómo podremos donarnos? Y
si somos incapaces de darnos, ¿dónde está el amor conyugal?
La conversión de
la inteligencia presupone la conversión del corazón: para aprender a amar, hay
que acoger el Amor. Ciertas reacciones a Humanae Vitae recuerdan pasajes del
Evangelio donde el discurso de Jesús sobre el amor choca con la incomprensión
de los hombres. Cuando Jesús habla de la indisolubilidad del matrimonio, sus
discípulos reaccionan con dureza: “Si esa es la condición del hombre con
respecto a su mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19, 10).
“Dios nos
primerea siempre”
En estos dos
pasajes del Evangelio, Jesús habla del matrimonio indisoluble y del don de su
Cuerpo en la Eucaristía; Humanae Vitae se refiere a la integridad del don en la
alianza conyugal. Los tres temas corresponden a rasgos fundamentales del amor
de alianza que Dios nos revela. Y esta revelación nos desconcierta. Nos supera.
Incluso nos extraña porque, más allá de las exigencias, nuestra miopía nos
dificulta a veces ver los dones de Dios.
Dios nos ha amado
primero. Como dice el Papa Francisco, “Dios nos primerea siempre”. Y este amor
da la gracia de vivir el don de sí, la fidelidad, la apertura generosa a la
vida; es misericordia y da la comprensión de Dios, su paciencia y su perdón
ante nuestras debilidades y nuestros errores. Solo Cristo aporta al desafío del
amor la respuesta decisiva de “la esperanza (que) no engaña, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha
sido dado” (Rm 5, 5). N
A LOS 50 AÑOS DE MEDELLÍN/ POR JUAN LUIS LORDAEL 2
JULIO, 2018
El 24 de agosto
de 1968, el Papa Pablo VI inauguró en Medellín la segunda Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano, que constituiría un hito en la reflexión de las
Iglesias locales latinoamericanas sobre su propia evangelización.
Existía ya una
antigua tradición conciliar, desde los primeros pasos de la evangelización
americana.
Las Conferencias
Generales del Episcopado Latinoamericano y el Celam
Además, en 1899
en el Colegio Pío Latino Americano de Roma, se desarrolló un Concilio Plenario
de América Latina (1899) para estudiar los problemas pastorales. Fue una
experiencia interesante con éxito moderado. En 1955, la Santa Sede animó la
celebración de otra Conferencia General del episcopado latinoamericano, que
tuvo lugar en Río de Janeiro (1955). La asamblea consiguió convocar a unos 350
representantes de diócesis y otras estructuras eclesiásticas. Y fue un éxito:
se constató lo común de muchos problemas, se compartieron experiencias
evangelizadoras, se vivió una notable experiencia de comunión.
Surgió entonces
la idea de crear una estructura estable que permitiera estudiar los temas y
convocar reuniones periódicas. Contó con el apoyo de la Santa Sede y así nació
el CELAM, Consejo Episcopal Latinoamericano, con sede en Bogotá (1955). No se
trataba de una estructura jurisdiccional, como las conferencias episcopales,
sino de un organismo de coordinación y asesoramiento. Después de la conferencia
de Río de Janeiro (1955), se convocaron conferencias generales en Medellín
(1968), Puebla de los Ángeles (1979), Santo Domingo (1992) y en el santuario
brasileño de la Aparecida (2007). Forman un cuerpo de reflexión muy importante
para la Iglesia en los países latinoamericanos y también para la Iglesia
universal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario