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La década de los ochentas en Centroamérica, fue una década en la que se
sentaron las bases de una transición político democrática que permitió,
entre otras cosas, la consolidación de las élites y grupos de poder
económico, político y militar en la región. Además de los aires de
finalización de dos visiones ideológicas en el mundo, expresadas en la
caída del muro de Berlín.
El tiempo y la situación que vivimos en Centroamérica en esa década,
hubo sangre y muerte con fenómenos como el desplazamiento forzado de
comunidades, el desaparecimiento y asesinato de líderes, sindicales,
estudiantiles, obreros y religiosos. En definitiva, una década perdida
para la cultura de defensa y promoción de los derechos humanos y una
profundización de la vulnerabilidad de los mismos.
En ese contexto la iglesia jugó un papel fundamental para la
construcción del reino de Dios, expresado en la búsqueda permanente de
la fe y la justicia, que tenía como fin último, ser la voz de las
mayorías empobrecidas y la promoción, protección y respeto de los
derechos humanos de la sociedad. La denuncia de las injusticias y el
anuncio de la construcción colectiva, con los pobres, por los pobres y
desde los pobres, haciendo valer la vigencia del mensaje cristocéntrico
del evangelio.
Es así que esa década comenzó con el asesinato del obispo Óscar Arnulfo
Romero, hoy San Romero de América y finalizó con el asesinato de los
sacerdotes jesuitas de la Universidad José Simeón Cañas y dos de sus
colaboradoras. Marzo de 1980 y noviembre de 1989, respectivamente.
Todos, asesinados por su compromiso de fe y búsqueda de justicia, en El
Salvador.
El 16 de noviembre los sacerdotes, Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín
Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y
López y sus colaboradoras, Elba y Celina Ramos, fueron asesinados por un
grupo especial de las Fuerzas Armadas salvadoreñas. Hoy hacemos memoria
de su testimonio de fe, su compromiso y lucha en favor de las grandes
mayorías empobrecidas.
Sin duda esos años fueron duros para la iglesia salvadoreña, pero
también fueron la oportunidad de renovar y dar testimonio de su opción
preferencial por los pobres. Crearon y corearon al unísono al Dios que
construye su casa, desde el sufrimiento y las hilachas de vida de la
gente. Dios dejó plantada su semilla de victoria sobre la muerte y el
poder de los opresores.
Con la denuncia de las injusticias y los atropellos a los ciudadanos y
ciudadanas, pero también con la claridad del anuncio de la esperanza y
la dignidad, se fueron esbozando los pilares de resistencias y luchas
pacíficas, que culminaron con sentar las bases de una cultura y acuerdos
de paz.
Entonces si con la vida y el asesinato de San Romero, Dios pasó por El
Salvador, con el testimonio y asesinato de los mártires de la UCA, ese
mismo Dios, se quedó para instalarse y renovar la construcción de su
Reino, aquí en la tierra.
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